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Ana Estrada: dos éticas confrontadas en pos de un cuerpo

Publicado: 2021-03-01

Hay dos discursos que convergen en su crítica a la postura tomada por Ana Estrada y su lucha por una muerte digna: Aquel de Rafael López Aliaga y el de Episcopado peruano, días después. Le dedicaré solo unas breves líneas al primero, el del candidato a la presidencia, por ser este discurso uno psicopático y por lo mismo, de limitado alcance ético. Los móviles de su declaración obedecen a prejuicios y un abstruso concepto de persona y por lo mismo, no se sostiene en una estructura ética consistente. Su declaración habla más de una mente enfermiza, poco empática, que de una postura moral que nos involucre como comunidad.

El segundo discurso, el del Episcopado, ofrece mayores retos a quienes, como el que esto escribe, abogamos por la posibilidad de que el Estado coadyuve a la terminación biológica de una persona en estado terminal incapaz de hacerlo por sus propios medios, o que por lo menos, dicho Estado no interfiera penalizando al personal médico que lo haga, siguiendo el debido protocolo. Los obispos, en un comunicado conjunto, hablan a de la vida y dignidad humanas que el Estado debe proteger “desde la concepción”, refiriéndose a esta consigna como una de un “sagrado principio”. A diferencia de López Estrada, manifiestan su empatía por Estrada: “Nos solidarizamos con ella, le ofrecemos nuestra oración y cercanía para que en medio del dolor y la angustia que le ha tocado vivir, abra su corazón a la fe, a la misericordia y al amor de Dios”. La proclama empática del cuerpo eclesial por Estrada los eleva al nivel de un debate adulto, y por ende, político, a diferencia del discurso del candidato de Renovación nacional.

La propuesta episcopal tiene un aval de siglos y se ha venido sosteniendo con textos y premisas de raigambre neoplatónica redactados en el recogimiento de claustros y en foros, a veces, acalorados, a lo largo del medioevo. Dicha propuesta ha demarcado con relativa fijeza qué es ser un ser humano y ha puesto de relieve la aparente dignificadora sujeción de toda persona a una entidad divina pretendidamente unívoca, que la señala y determina su identidad y propósitos de vida.

Ana Estrada es atea. Se señala como una ciudadana en un Estado secular y quiere llegar a consensos sobre su cuerpo y los de otros, con el resto de sus conciudadanos, no con los creyentes que forman parte de esa ciudadanía, numerosa, pero parte al fin. Sin embargo, el comunicado episcopal hace más que enfrentar a Estrada, la de la proclama secular, con la que comulgo (valga el término religioso) con la oficialidad católica; refleja más bien, dos éticas confrontadas abiertamente desde la Ilustración: la ética canónica de lo dicho y aquella otra de lo que se va diciendo, más contemporánea. Las tradiciones judía y cristiana han moldeado principios inamovibles diseñados fuera de toda subjetividad. Esgrimieron un discurso donde el cuerpo está subordinado al raciocinio y el raciocinio definido a priori como la capacidad de comprender, articular y acatar preceptos que provengan de autoridades férreas, religiosas o no. Ello construye sociedades y delimita jerarquías. Ha corrido mucha tinta que sostienen la legitimidad de la subordinación del cuerpo pero también, del precio que ciertos (muchos) individuos han de pagar por ello. Se han sujetado a mujeres y su autonomía sexual y reproductiva, a razas no europeas y su libertad de autoexpresión y laboral,  a homosexuales y sus deseos, y finalmente, a enfermos terminales y sus opciones por la terminación piadosa de sus vidas. El sufrimiento de unos pocos se valida por la naturalidad con que los sufrientes calibran sus pesares. Se acepta más una pena que se siente de un orden “natural” que aquella que se sabe producto de una injusticia. Pero todo ello ha ido cambiando desde los discursos que han puesto en jaque el poder avasallador de la razón, desde los descubrimientos sobre lo humano de Darwin y Freud, y la reflexión, más reciente, sobre la colonización y expoliación europeas sobre otras latitudes. Lo que fuera “natural” hace cien años, ahora se siente menos.

Estrada representa la ética de lo que se va diciendo y experimentando en el cuerpo social. Su legitimidad es histórica y relacional. El ser humano se delimita no por lo que haya sido dictado por una entidad divina mediante sus portavoces oficiales (y variopintas, también) sino por lo que nosotros tengamos que decir de nosotros mismos gracias al sostén de la psicología, la sociología, las ciencias biológicas y las corrientes filosóficas que asimilan los descubrimientos de estas desde casi dos siglos. La química del cuerpo altera personalidades; los vaivenes colectivos borran la frontera entre el individuo y el grupo en que este se desenvuelve; la capacidad corporal negocia con lo que le provee la tecnología de desarrollo cada vez más vertiginoso y las propuestas de las ciencia biológicas. La filosofía tiene que, por consiguiente, marchar más rápido. De otro lado, los espacio siderales divisados y las posibilidades de vida en otras esferas celestes, nos señalan en nuestra existencia humana contingente y la posibilidad de integrarnos a un extraordinario universo material, de complejidad tanto interespacial como corpuscular, donde el concepto de un dios se ha de replantear a riesgo de hacerse lacónico.

El ser humano y su dignidad, concepto último tan evasivo como manipulado por todos los bandos, se mira como un norte a seguir pero de admitida difícil aprehensión. Los que toman el baluarte de la tradición y lo dicho critican el exceso del individualismo y sus afanes de libertad, como una suerte de irresponsabilidad (hay discursos extremistas, es cierto) pero ignoran las preguntas que nos hacemos y que nos acercan cada vez más a ese territorio por explorar aún que es el de la persona. La vieja dicotomía del alma versus el cuerpo se nos hace insuficiente.

La reflexión y elevación de lo corpóreo, integrada a la naturaleza humana como lo es la razón, brotan de las demandas de ciertos grupos humanos que se buscan a sí: el colectivo LGTB, el de las mujeres, el de las etnias históricamente marginadas, el de los enfermos terminales que cuestionan los límites y la grandeza a la vez, de lo que llamamos “vida”: No es casual que se hayan formado riberas opuestas aparentemente irreconciliables entre estos, los llamados “progresistas” (los que se sostienen en éticas de lo que se va diciendo) y los “conservadores (los que toman el baluarte de lo dicho e inamovible).

Ana Estrada en efecto, no está sola. Su valentía y su lucha nos impele a tomar una postura y apunta a la urgencia de definir, o tratar de hacerlo, la persona humana.


Escrito por

Enrique Bruce

Enrique Bruce Marticorena es escritor y enseña lengua y literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la USIL


Publicado en

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