Un texto inédito de Jorge Luis Borges
Un escritor se confronta a la carta de un abuelo sobre el fusilamiento de un traidor
El brasilero Pedro Corrêa do Lago, coleccionista omnívoro de manuscritos antiguos, se encuentra con una carta en la Casa Pardo de Buenos Aires, de Francisco Borges, abuelo de Jorge Luis. En ella, el coronel reporta ante el Ministerio de Guerra, el fusilamiento que él firmó, de un desertor, Silvano Acosta, cuando este pasó a la fila de los insurgentes a los pocos días de reclutado por el ejército de Domingo Sarmiento en 1871, entonces presidente de Argentina.
Corrêa le entrega a Borges, en una visita que le hizo en Buenos Aires en 1979, la carta de su abuelo. Borges saluda la entrega porque un misterioso personaje en la saga militar de su familia tiene un nombre: Silvano Acosta, el muchacho que un ilustre Borges, esmerado en el arte de la guerra, hizo matar. La abuela del escritor le había referido antes, de ese fusilamiento, pero el traidor carecía de un nombre. Ahora el fantasma podría conjurarse.
Meses antes de morir en junio de 1986, el escritor bonaerense le redactaría a su esposa María Kodama, un cuento breve, “Silvano Acosta”, donde su autor / narrador manifestaría un sentimiento de culpa por la muerte de aquel joven traidor. El texto fue redescubierto hace unos días, en plena pandemia, por su viuda, quien declararía ante Efe: “Lo interesante es la sensibilidad de sentirse culpable por algo que no ha hecho. Muestra una sensibilidad extrema”.
Esa sensibilidad no es poca cosa para entender el proceso de escritura y los destinos que marcan a un ser humano frente al papel en blanco sobre el cual escribe. Jorge Luis Borges fue el gran fabulador, enredador y desmadejador a la vez, de los tiempos y espacios desordenados en que se desenvuelve cada quien y los seres humanos que inundan como espectros nuestra mente, en la memoria a veces mentirosa y en los textos historiográficos que creen en la superstición de la verdad. En “Los inmortales”, sabremos que un imbécil en un desierto había sido hace miles de años un tal Homero que escribiría sobre una guerra en Troya, épica que marcaría las letras de Occidente (topos que inventó él) y que apenas recordaría. En “La lotería de Babilonia” mujeres y hombres serían castigados o recompensados por hechos que nunca cometieron, con castigos y premios que dictaría “la compañía", un conjunto de magistrados secretos que tal vez existía o que tal vez no. La justicia, de esta manera, se doblega ante el azar y en el fuero interno, las personas se doblegan ante esa justicia que no explica los placeres o tormentos asignados por criterios evasivos. Los espacios y los tiempos confluirían en una banca en al norte de Boston en la ribera del río Charles, en “El otro”, donde un hombre, ya viejo, entabla conversación con un muchacho quien le es vagamente familiar, solo para descubrir que él mismo y ese muchacho son los dos Jorge Luis Borges. El hombre mayor, por piedad o por decoro, no le revelaría a su joven interlocutor esa fatalidad deducida por él, y al muchacho se le exoneraría de ansiedades metafísicas ante la circularidad (aparente) del tiempo por los años que le quedasen vivir, hasta que ya de viejo, se encontrase en una banca, en el norte de Boston, avistando un río, con un joven…
Las fábulas del caos, prolijamente diseñadas por el escritor argentino, subrayan la contingencia de toda existencia y todo destino. Un Judas se entrega a la traición para activar la maquinaria colectiva espiritual más ambiciosa de Occidente: En “La otra versión de Judas”, el traidor más famoso de la historia es el mayor devoto de Cristo como como idea y como entidad salvífica. Sabe que su destino será el infierno pero también sabe que sus tormentos infinitos abrirán a muchos, las puertas del cielo. La perspectiva narrativa confundirá en otro cuento, “La forma de la espada”, al traidor con el héroe. Cada quien guarda así, a su contrario. Solemos calibrar nuestra moralidad según nuestros actos, pero Borges y otros agitadores calibran la moralidad según nuestras posibilidades y según las coordenadas del espacio y del tiempo que nos marcan. Lo que separa a la asesina de la víctima, al héroe del traidor, a un imbécil de aquel dechado de talentos, es un mero azar. La moralidad y la justicia como narrativa lógica que dictamina y justifica premios y condenas es una adormidera, una cortina de humo para no enloquecer ante las coordenadas de vértigo que nos apresan y nos arrojan a la vez, a espacios en exceso vastos. El yo se hace un susurro ininteligible en el vendaval de libertades aterradoras.
En ello estriba la sensibilidad de Borges referida por su viuda. El gran fabulador del desorden sabía que en algún mundo posible, él pudo firmar una orden que acabaría con la vida joven de un traidor (o un héroe, según quién juzgue). El sabía que en otro mundo posible, él habría sido uno de los cuatro hombres (o cada uno de los cuatro en mundos multiplicados) que activó el gatillo frente al paredón de fusilamiento.