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El prejuicio natural

El prejuicio, como dinámica de reconocimiento de lo social, formó parte de nuestro devenir evolutivo. Nos fue útil. Es hora de dejarlo.

Publicado: 2020-06-13

Todos (o muchos) nos hemos horrorizado con la muerte del afroamericano George Floyd bajo la rodilla de un policía blanco. No es la primera muerte ni será la última, por cierto; y no solo en el país de Martin Luther King. Y no solo la muerte señala el prejuicio racial. Este tipo de prejuicio, como de cualquier otro, se manifiesta también en acciones y discursos no necesariamente ilegales, con diferentes grados de daño y también, en sutiles omisiones y miopías escogidas. El prejuicio, todo prejuicio, es y ha sido la pandemia social de toda época y cultura. 

“Tenemos que dejar los prejuicios de lado”;“el prejuicio es un mal social”: Todas estas expresiones son bienvenidas en el discurso público o privado; se repiten como una letanía pero resultan siendo a la larga, como toda letanía, inanes. Su ineficacia ese debe a que se confunde su sentido aspiracional, inasible, con el de la realidad inmediata que desnuda nuestra naturaleza psíquica sin importar nuestras buenas intenciones. Esas expresiones o buenos deseos infieren un estado imposible de acceder: el que una persona pueda estar exenta de TODO prejuicio. Ello no podrá darse.

Por definición, el prejuicio es un juicio o inferencia apresurada que se basa en pocos elementos o en una información de base restringida. Pero un prejuicio no es exactamente un pre-juicio, ES un juicio pero establece analogías entre dos situaciones que calibramos ambas como reales, omitiendo el hecho de que una de ellas es del todo imaginada. Esto tuvo razón de ser en nuestra evolución cognitiva tanto individual como de grupo.

Nuestra especie necesitó de esos juicios apresurados para sobrevivir: el olor a orín de un posible depredador, una huella en la maleza, todo señalaba el peligro cuando podríamos equivocar en ciertos ocasiones, la identidad de la criatura que orinó o de la que imprimió la huella. La posibilidad del equívoco implicaba un precio mucho menor que el no huir en absoluto de la escena cuando veíamos la señal del peligro imaginado o real. Era preferible huir del venado que acercarnos temerariamente al cubil del lobo.

A los niños pequeños también les es útil el prejuicio. Entre el año y año y medio de edad, ellos aprenden a evitar los bordes peligrosos (antes, no): tienen un sentido del peligro de la altura sin que hayan sufrido caída alguna. Desde la cuna, lloran cuando se asoma en ella algún rostro que no responda al fenotipo que les es familiar: una tez demasiado clara, unos ojos azules o rasgados que no hayan visto antes, los impulsarán al llanto, a la llamada de un adulto del clan. Ese rostro no familiar podría haber correspondido, en otras situaciones menos favorables, a la de una fiera asomando en la cuna en tiempos de mayor convivencia territorial entre humanos y animales. El prejuicio del bebé lo ayuda a avanzar en el camino pedregoso a la adultez.

Toda colectividad tiene como requisito fundamental el que se compartan saberes y emociones comunes: el synphilein griego. El niño, por cuestiones de supervivencia básica, tiene que compartir el amor y el odio de sus padres y entorno inmediato en el largo proceso de sociabilización. Tiene que amar lo que ellos aman y odiar lo que ellos odian y adquirir “conocimientos” que sustenten esas emociones comunes. Tenemos que revestir de lenguaje y símbolos instancias primarias de nuestra psique para pertenecer y por ende, sobrevivir. Es el abc de nuestra formación como personas.

Los animales desarrollan por cierto, prejuicios como nosotros, pero somos los homo sapiens los que los perfeccionamos para esgrimir categorías y asociaciones complejas. Nuestro mundo simbólico precisa de inferencias y analogías (prejuicios) que pueden con la experiencia ser perfectibles. Podemos mantener paradigmas de conocimiento útiles pero tendremos a la larga, que abrirnos a nueva información, a nuevas premisas que nos lleven a nuevas inferencias (nuevos prejuicios) y seguir adelante. A ese largo proceso de construcción y desarticulación de saberes sucesivos lo llamamos “civilización”. Toda civilización tuvo como base peligros imaginados o reales y el consecuente diseño de estrategias para sortearlos o eliminarlos.

Ese cúmulo de prejuicios que nos sirvieron para sobrevivir en nuestra infancia, e infancia tanto a nivel individual como aquella de nuestras historias como colectividades, era connatural a nosotros. Y lo seguirá siendo. Pero tenemos que tener conciencia de la perentoriedad de todo saber. Los prejuicios que se señalan como especialmente perniciosos y que acaparan reflectores críticos hoy por hoy son los que conciernen a la delimitación y caracterización de grupos humanos: las mujeres, los homosexuales, las etnias en posición vulnerable o los grupos económicamente desfavorecidos. Los que atacan dichos prejuicios (y con justicia aunque no con alto grado de efectividad) hacen una asociación cierta: enlazan el prejuicio sobre lo social con el miedo. La persona prejuiciosa teme a su objeto de prejuicio: el hombre a la mujer, al espontáneo reconocimiento de esta de la vulnerabilidad humana que le hace recordar la suya propia (la del varón); el heterosexual al homosexual (o a su propia pansexualidad u bisexualidad latente); el blanco con respecto a la persona de color en Occidente frente quien desarrolla un pernicioso ataque retórico (o físico) “preventivo”; el pudiente frente al pobre a quien quiere tener fuera de sus linderos. Ese miedo fue, como indiqué, necesario en ciertos estadios evolutivos pero tenemos ahora una “base de datos” lo suficiente amplia para evitar la generalización apresurada. La reflexión sobre los diferentes condicionamientos materiales y de estrategia de dominación que postraban a ciertos grupos ha sido lo suficiente elocuente y difundida para empezar a cambiar de paradigma. Ya hace tiempo que hemos dejado la cuna, la caverna y el bosque como para que nos sostengamos en las mismas premisas observables y emprendamos el llanto o la carrera, a la loca. No todo es orín de lobo.

El prejuicio estará siempre con nosotros, con cada uno de nosotros. Sin embargo, aquí tengo que dejar la corrección política y dar al mismo tiempo una buena noticia: podemos vivir con nuestros prejuicios, del tipo y grado que sea, hombres y mujeres, pero no tenemos por qué cederles centralidad en nuestras acciones y el diseño de políticas públicas. La admisión de tal o cual prejuicio es un buen primer paso para la atenuación de este en nuestro pensar y nuestro actuar. Como ciertos virus, pueden estar siempre latentes pero pueden estar en jaque y resultar inoperantes en el organismo social. Los prejuicios raciales, de género, homofóbicos, de clase o de cualquier tipo no van a desaparecer en ningún individuo pues conforman un estrato profundo en la arqueología de lo que somos, pero no tienen que tener la batuta en nuestras vidas. Si conviene desenterrar esos prejuicios y admitirlos como nuestros, es para hacer palpable su naturaleza arcaica, su transposición con otros muchos estratos que conforman ese sitio arqueológico al que nos referimos como “yo” o como “nosotros”. No existe el individuo desprejuiciado (solo en personas de sociabilización anómala, como el del autista de grado extremo o la persona de retraso agudo); lo que distingue a una persona "desprejuiciada" de otra que no, es sencillamente, que la primera sabe mantener a raya sus presuposiciones apresuradas y la segunda, no. Si no señalamos la verdadera naturaleza y dinámica cognitiva del prejuicio, si no la admitimos como latente en cada uno de nosotros, no sabremos administrarla.

Nos sentimos cómodos cuando participamos en masa de la denuncia en las redes contra el racista o el misógino, pero esa sensación de comodidad descansa en el hecho de que asumimos que nosotros NO somos el prejuicioso. Ese distanciamiento es ilusorio. El prejuicio que se manifiesta en abierta agresividad en algunos, no señala al agresor como a alguien de naturaleza completamente ajena a la nuestra, solo lo emplaza en el grado más básico del espectro prejuicioso en la que estamos todos y cada uno de los seres humanos.

La admisión del túnel en que vivimos es un buen primer paso: Lo bueno de los túneles, es que nos señalan la luz al final de los mismos. Aprovechémoslos.


Escrito por

Enrique Bruce

Enrique Bruce Marticorena es escritor y enseña lengua y literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la USIL


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