Johnny Depp
Entre la indignación y la risa frente al hombre víctima
Un Johnny Depp magullado ya tiene su hashtag. Y una legión de hombres heterosexuales con ganas de ser víctimas ellos también.
Aducen que las mujeres también pueden ser violentas, y lo dicen con el registro del titular de última hora. Por supuesto que pueden ser violentas: Muchas mujeres pueden ser unas reverendas mierdas (Todas y todos tenemos una lista de nombres en nuestras cabezas). Añaden también, meneando la cabeza con censura, que son ellas las que casi siempre maltratan a sus hijos: en el caso extremo del filicidio, la mujer es la principal sospechosa antes que el padre. ¡Bingo!
Antes de extenderme en los moretones de Depp, quiero detenerme en las madres (que no solo hay una). Ellas son las que dedican más horas-mujer a estar con los niños. En muchos países, un alto porcentaje de chicos son criados por la madre y el padre es la figura ausente. Aun en los casos donde el padre (o el padrastro) está en casa, ella es la que debe lidiar con la niña berrinchuda mientras que el padre sube el volumen del televisor, aunque ella también trabaje fuera del hogar. Es la distribución laboral doméstica tradicional. Toda convivencia es difícil y las mujeres no son unas madonne angelicatte como promulga el discurso convencional de los hiperventilados roles de género. El amor materno también tiene sus límites y requiere ayuda, no que se les suba más el volumen de un aparato de televisión cuando el crío ha tirado el plato de sopa al piso.
Bueno, ya que hemos acostado a los niños, mal que bien, regresemos a Johnny Depp. Los hombres que manifiestan indignación por lo sucedido con el muy buen actor norteamericano, denuncian la invisibilización de este tipo de violencia contra el varón. Y algunos sacan de la manga, o de la chistera de mago, cifras que hablan de una “simetría” porcentual donde la violencia femenina está a la par a la de la del varón (¿!). O que en todo caso, y tienen razón esta vez, el varón también es víctima del varón. Por cierto que es así.
El que invisibilicemos la violencia de la mujer contra su pareja masculina es justamente parte del problema de una cultura que ha ensalzado y naturalizado la violencia de Adán. Si hacemos “caso omiso” de Depp o de otros hombres víctimas de violencia de parte de sus parejas, o que nos riamos, como muchos hacemos, de esos actos agresivos, se debe a que adjudicamos a la víctima masculina un rol “depredador” o agresivo que le compete por naturaleza y que este no ha sabido activar. Cuando un hombre es sistemáticamente agredido por su pareja mujer, lo vemos como un trastocamiento de un orden que asumimos “natural”. Se ha producido así una aberración que nos vuelca a la burla soterrada o abierta. Recuerden cómo se cubrió la noticia del jugador de fútbol chileno, hace un par de años, que penetró manualmente a su contrincante uruguayo, a vista y paciencia (y risas) de todos. El uruguayo de marras, hasta donde yo sé, no lo ha demandado penalmente (como muy posiblemente, no sin dificultad, lo habría hecho una mujer). Depp tardó años en admitir que su esposa ejerció violencia contra él, y más de una vez.
Ni el actor ni el futbolista hicieron demanda alguna porque ambos varones, en cierta medida, nunca han salido del todo del patio de recreo (Regresemos a los niños). En esos patios, los niños y las niñas tienden a jugar por separado. En el mundo de los varones, la regla del juego tiende a ser violentista, el insulto es el de ser “una nena” o un maricón, otra forma de ser “nena” en el imaginario infantil o no tan infantil (No me imagino, en la otra mitad del patio, que una niña insulte a la otra por parecer “un niño” al desplegar torpeza física o amedrentamiento). Los niños varones juegan al margen de la ley representada por el maestro o la directora, quienes no pocas veces hacen la vista gorda. Juegan “juegos de niños” donde tiene que haber un límite claro entre el dominador y el dominado (“la nena”). La violencia masculina es criticada en la actualidad, pero la censura ante la ley deberá negociar con una práctica legitimizada por generaciones en discursos coloquiales y ciertas expresiones culturales de acogida masiva. Salsas como la de “Pedro Navaja”, que fue furor en los setenta, y muchas otras piezas musicales populares que retratan a la ingrata sin corazón o el puñal apasionado, se expresan y son acogidas en una cultura que identifica el “ser hombre” con la sujeción de otro ser humano. Tanto la ley como el discurso alturado denuncian estos imperativos de sujeción, pero en el fuero interno, entre mujeres y hombres, no podemos desechar del todo la naturalización de esa sujeción. Está imbuido en nuestro chip psíquico (Una letra de rap o de salsa nos sacude más que un pasaje constitucional). Por ello mismo, un hombre puede ser golpeado por una mujer sin que los vecinos muevan un dedo o se cuiden de sofocar la risa. Y un jugador de fútbol puede ser agredido sexualmente y con ello ocasionar memes hilarantes antes que una sola denuncia judicial. Escuchar que alguien “le mete la yuca” a alguien no va a hacernos reflexionar, no con facilidad, sobre la cultura de violencia (y violación) que sostiene frases así.
Denunciamos la violencia de un hombre contra una mujer, no solo por la cantidad ingente de casos que prevalecen sobre los inversos (no valen chisteras de magos) sino también porque partimos de la ley, del maestro y la directora que esta vez sí, no quieren hacer la vista gorda. Y nos es más fácil esa denuncia por que partimos, quién sabe, de la "otra mitad" del patio de recreo, la de las niñas, donde esa violencia no se percibe como natural. Sabemos que por acatar esa ley vamos en algo a “contracultura”. Estar al nivel de leyes paritarias y que presupongan la autonomía y la dignidad de todos los cuerpos, sean estos de hombres, mujeres o niños, es tarea ardua. No será fácil por la sociabilización tóxica en la que hemos vivido por años y años.
El recreo sigue y las puertas del patio están ahora abiertas a la calle. Los niños crecen y hay que andar con cuidado.