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Lucas Jackson / Reuters

La violación como ficción

La inconsistencia en la narrativa de la víctima como prueba de verosimilitud, y de una humanidad destruida.

Publicado: 2020-01-24

La actriz norteamericana, Annabella Sciorra (al centro, en la foto), se sumó a las muchas que han denunciado la agresión sexual del productor de Miramax, otrora omnipotente (y sistemáticamente impune), Harvey Weinstein. Ella en particular, lo acusa de violación. Su denuncia prescribe pero su testimonio puede reforzar la causa de agresiones / violaciones más recientes de otras mujeres contra Weinstein para corroborar un patrón de conducta depredadora de parte del productor estadounidense. 

Hasta la fecha de este artículo, el juicio a Weinstein proseguía.

Parte del equipo de Weinstein ha contratado a una abogada mujer (muy convenientemente), Donna Rotunno, que ha interrogado en el juicio, a la actriz. Sus preguntas eran exhaustivas y tenían el claro (y profesional) objetivo de encontrar inconsistencias en el alegato de la violación de Sciorra en su apartamento de Manhattan. Hizo hincapié en el hecho de que la actriz no pudiese recordar exactamente la fecha en que ocurrió el delito (Sciorra solo afirmó que fue en algún momento en el invierno boreal de 1993-1994) y que tampoco haya llamado a la policía.

La abogada hizo notar también a los miembros del jurado que, como actriz, la testigo era perfectamente capaz de persuadir a cualquier audiencia.

Rottuno pretende presentar un argumento de desarticulación de la narrativa de la actriz violada, aunque más bien reconstruye, sin saberlo ella, el frecuente discurso de una víctima de violación.

Sciorra, como muchas víctimas de agresión sexual, afirmó que no sabía que ello se trató de una violación. Weinstein había estado encima de ella, en su cama, había forzado su cara entre las piernas de la mujer diciéndole que se lo dedicaba a su persona. Después de eyacular sobre su víctima, se alabó por haber acabado oportunamente.

Sciorra no supo que pasó luego. Un interruptor interno se activó y su mente se sumó en la negrura. Amaneció con el camisón levantado. Trató de darle un nombre a lo ocurrido. “Violación” le parecía inconsistente porque ello ocurría con desconocidos, en callejones oscuros, afirmaría conteniendo el llanto, en el juicio. No con un amigo, se diría a sí. No en la propia cama.

Rottuno tomaba apuntes de todo esto.

Hay una ironía cruel en el testimonio de una actriz violada: Ella, en tanto víctima, ha sido inmersa en una ficción, en un libreto de redacción apresurada, para el cual ninguna mujer, ningún ser humano, está preparado.

Nuestra sociabilización nace de una ciega confianza en el otro. Desde que somos bebés, confiamos en esas manos de gigantes que nos levantan de la cuna y que nos mecen, y de algún modo secreto, sabremos que esas manos no nos golpearán ni nos estamparán contra el piso. La hilera de dientes que podrían triturarnos, dibuja una sonrisa que sabremos emular de manera espontánea. Esa confianza se matizará con los años conforme seamos algo más conscientes del daño que otros puedan ejercer sobre nosotros. Sin embargo, en los años que sigan, en el barrio o en la escuela, la confianza básica en el otro no desaparecerá. Aun en el caso de que nuestro padre nos castigue con desmesura o nuestra profesora de primaria nos haya amonestado injustamente, siempre les atribuiremos una intención benevolente, no sin que nos percatemos de la posibilidad de equívoco de su parte.

En los años de adultez, seremos más conscientes de la maldad o negligencia de nuestros semejantes (o de nosotros mismos) pero la sociabilidad implicará siempre retrotraer a nuestro presente, esa confianza ciega en el otro. Es por ello que podemos cenar en restaurantes sin temer que el mozo o la cocinera de turno, a los que desconocemos, nos envenenen. Cruzaremos la pista sin que se nos ocurra que el auto que va despacio a unos cincuenta metros de nosotros, acelere con el solo fin de atropellarnos. Caminaremos a lo largo de la fachada de un edificio alto sin mirar hacia arriba, con la certeza de que ninguna persona psicótica nos arrojará un objeto desde alguno de sus pisos.

Confiaremos aun más en las personas que nos rodean, en las que nos aman, o en aquellas con las cuales tenemos un mero trato cordial: Un vecino. Un colega. Un productor de cine que nos diera una mano para nuestra carrera.

La violación es un trauma y el trauma destruye tejidos. En el rubro físico, puede destruir piel, huesos, músculos, arterias. En el rubro psicológico, también se desgarran tejidos neuronales: la emoción fuerte como el miedo, intensifica desproporcionalmente las sinapsis y repercutirá, eventualmente, sobre ciertas funciones cerebrales, como el de la memoria.

Fue en algún momento en el invierno entre 1993 y 1994.

Amanecí con el camisón levantado.

La confianza te hace un ser social: es parte de tu identidad. Ello se altera radicalmente cuando eres víctima de violación. Tu concepción del mundo se desdibuja. Los otros que ayudaron a conformar tu ser relacional (y delineamos nuestra identidad solo en relación con otros seres humanos, durante toda nuestra vida) se transforman en entidades alienantes. Tu amigo, tu pareja, tu padre o tu hermano ya dejan de ser lo que son: pueden ser otra cosa. Cada uno de ellos pudo haber estado sobre una mujer aterrorizada diciéndole que “se lo dedican a ella”. 

La ficción del violentado invalida la realidad que siempre este consideró inamovible. En ese nuevo mundo de la víctima, todo pierde consistencia: La ayuda terapéutica, la policía, el relatar tu experiencia a tu mejor amiga. Se necesita de mucho tiempo para articular una ficción tan ajena a nuestro hondo sentido de lo social. Se requieren años en algunos casos para insertar la violación en la realidad del día a día. Años para desficcionalizar eso, para darle estatuto de realidad, pero también, de otro lado, para volver a confiar, aunque en menor grado, en los que se asemejan a tu victimario por cuestión de género o cualquier otra marca colectiva. 

Se vivirá mucho tiempo la ficción que muchos especialistas llaman “trauma”.

Sabremos regresar, con algo de suerte, a la humanidad de la cual hemos sido desterrados. Sabremos regresar a la confianza en aquellos brazos que nos levantaron en la cuna y en aquel rostro que se acercó para el beso tierno en nuestra frente, hace muchos años.


Escrito por

Enrique Bruce

Enrique Bruce Marticorena es escritor y enseña lengua y literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la USIL


Publicado en

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