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Metáforas que matan

En una país de violencia casi institucionalizada, las fronteras entre las palabras destinadas, en principio, a la figura retórica, pueden difuminarse y tornar a esta última en siniestra literalidad.

Publicado: 2019-10-05

El jueves 3 de octubre apareció en la edición impresa de Nuevo sol, un titular que incitaba a que Mercedes Araoz fuese “fusilada”” por ser “traidora a la patria” (ver foto). El director del diario es Antauro Humala desde el 2016, individuo de fama mediática y hermano del expresidente, sentenciado por asalto a una comisaría en Locumba y responsable de la muerte de cuatro policías. Humala espera una rebaja de su condena por buena conducta y podría, si fuera el caso, postular a la presidencia de este país el 2021. 

Este titular del periódico del que él es editor responsable, podría no ayudar a su causa judicial. La imagen que les muestro arriba fue colgada en el muro de una amiga mía en Facebook, la escritora Irma del Águila, quien me diera luz verde para colgar la foto aquí que ella tomó en la calle. Me llamó la atención el titular (aunque no me sorprendió) pero me llamaron más la atención los comentarios de algunos al post de mi amiga. No se centraban tanto en el titular y su muy posible tipificación de incitación al delito, si no en la valencia moral de la futura fusilada: “¿No es la corrupción una forma de traición a la patria?”, rezaba uno. “Ella es una delincuente”, afirmaba otra.

La metáfora o cualquier otra figura retórica, aplicada alturadamente (cosa que excluye los motes denigrantes y reiterativos), sirve para incitar en el lector el develamiento, el reencuentro entre este y las partes ocultas de su psiquis. Mediante el desciframiento de la expresión figurada se le abre al receptor mundos internos ocultos en la maraña de los lugares comunes y el hábito automatizado. La metáfora se desvía del decir natural para enrumbarnos por el amplio y deslumbrante camino de la realidad subyacente insinuada por la poesía, la religión o la metafísica. El chiste también se vale de figura retórica para las asociaciones sorpresivas, y si bien no tiene la ambición de otros discursos sosegados, requiere de la inteligencia y la buena disposición de la que recibe la broma. Calificar ciertos actos de terrorismo, en un sentido figurado, puede tener utilidad social: Un empresario inescrupuloso o un depredador de recursos naturales es un criminal o puede rayar en ello, y la etiquetación (literalmente equívoca) de “terrorista”, nos permite despabilarnos y hacernos ver el daño ingente que un accionar así, sobre todo en gran escala, puede hacer. Sin embargo, no habremos de confundir la inescrupulosidad empresarial con el actuar nihilista del subversivo que busca la desestabilidad del Estado. Podemos hablar de terrorismo religioso contra la mujer por el sojuzgamiento sistémico de la misma dentro de ciertas comunidades religiosas, pero no podemos equiparar, en términos de responsabilidad legal, a sus líderes con un Abimael Guzmán o un Videla (para no descartar el terrorismo de Estado). La figura retórica que transpone un vocablo sobre otros de sentido algo diferente, como el terrorista sobre el corrupto o el déspota religioso, o el de la traidora sobre una mera corrupta u oportunista, debe provocar reflexión y eventual respuesta social y política, pero no desvío del uso natural de un término de manera consistente.

La metáfora también tiene, por supuesto, sus lados oscuros. O más bien, el uso de la misma tiene o puede tener una recepción siniestra. El sentido, por definición, figurado del mismo puede perderse y devenir en literalidad, en una frase que el oyente o lector puede aplanar a pie de la letra, perdiendo matices y sutileza asociativa. No solo los poetas y comediantes usan la figura retórica, lo hacemos todos cotidianamente. Decimos “Te voy a matar” a un niño que vuelca un plato de porcelana al piso o a nuestra hija púber que por inmiscuirse en nuestra computadora, nos pierde un documento importante. En la gran mayoría de los casos, la frase no sale de ella misma y el niño o la púber en cuestión podrán respirar tranquilos. Es casi un universal asociar a un niño pequeño con un alimento y las frases de alusión digestiva hablan del amor o la exultación que este nos inspira. Un “¿Qué ricos, cachetes” o un “Te comería” no ha llevado a nadie a la cárcel o al esófago de mamá. Las metáforas, en relación a la administración de la convivencia y la legalidad, son inofensivas porque viven en el mundo de la palabra y se quedan en ella. Nos invitan, mediante el lenguaje, al ejercicio del ingenio, a la expresión efusiva o el deslumbramiento poético. La exploración de su mejor potencial depende de cada uno de nosotros. No matan en tanto lenguaje (aunque la broma insidiosa y repetitiva suele herir psicológicamente: lo saben amargamente mucha gente, sobre todos adolescentes, en las redes sociales).

Sin embargo, la figura oscura, tendenciosa a la violencia, puede despertar en ciertos individuos, colectiva o individualmente neurotizados, a la concreción, a la literalidad de la figura retórica desprendida (ahora) de la plataforma salvífica de la palabra. Se torna performativa, incitadora de la acción hostil. Ello se da a mayor escala en varios territorios de nuestros país, otrora víctimas de la guerra intestina entre el Estado y los grupos subversivos. Entre gente traumatizada por el fuego de dos frentes, la división entre la metáfora violenta y el acto es endeble. El discurso populista se sirve también de esta asociación latente entre la palabra y el acto. En zonas de mayor pacificación, el “mueran los corruptos” que se esgrime con puñetazo y todo en una mesa de bar o en una marcha frente a un congreso es insuficiente de por sí para incitar al delito pero en tiempos de exasperación colectiva, no está lejos de ello. La figura repetitiva, el traslape de una palabra por otra de sentidos distintos nos pueden llevar a perder las demarcaciones hechas por el sentido común y por la ley (aunque no siempre se equivalen uno y otra). Un corrupto NO es un traidor: ambos delitos están tipificados por el cuerpo legislativo y tienen penas propias. No es necesario mezclarlos figuradamente. Un comunista o un sindicalista no son “terrucos”: la palabra es un neologismo peruano generalizado por una derecha exasperada, vocablo que tal vez sea una fusión entre “terrorista” y “cuco” (mi hipótesis, sin comprobar ni refrendar).

La invocación al fusilamiento del titular de marras no es un simple puñetazo en una mesa de bar. No es una frase acalorada, impertinente o no, que se dice en el fragor de una discusión. Es un acto de dicción que va impreso en un titular de prensa, en un medio de difusión que se entiende, en teoría al menos, se mueve dentro de los parámetros ético-profesionales y legales consensuados. Así lo entiende el común de las personas; el médium da legitimidad al dicho. El titular también corresponde a una plana editorial adepta abiertamente al etnocacerismo de claras pretensiones políticas. Ellos no se pueden dar el lujo de enunciar libremente figuras retóricas a mansalva como lo haría cualquier hija de vecina, ya que potencialmente, llegados al poder, pueden llevar muchas de esas figuras a la concreción. Matar a los corruptos, a los homosexuales (como proponía la madre de Antauro Humala, Elena Tasso) o “librar” a los peruanos de los venezolanos (como esgrimía un sonriente Ricardo Belmont ante cámaras en su campaña municipal) pueden bajar dichas frases al llano mortífero de lo literal. En un mundo exagerado, de registro apocalíptico, un proceso análogo generaría que una niña salga corriendo despavorida si a papá o mamá se le ocurriese decirle “Te quiero comer, mi gordita”.

Por ahora, los niños pueden respirar tranquilos, con seguridad. Pero no estoy seguro de la ciudadanía en general ante los discursos de figuras de dicción violentistas que nos deparan las campañas presidenciales del 2021, a lo largo y ancho del país.


Escrito por

Enrique Bruce

Enrique Bruce Marticorena es escritor y enseña lengua y literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la USIL


Publicado en

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