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Conservadurismo tóxico:

En la época de la (des)información de la internet, el conservadurismo pierde su buen nombre y se nutre de todo aquello que nos deshumaniza

Publicado: 2019-04-06

Un rabino dice: “El judío no sabe, recuerda”. Su enunciado condensa la premisa de todo conservadurismo: El afán de preservar lo que la historia y la tradición manifiestan y disponen. 

La tradición antes del Renacimiento y sus inquietudes conformaba la plataforma sólida que daba a Occidente un cierto sentido del nosotros, y salvaguardaba con prudencia la sabiduría acumulada en monasterios y universidades durante siglos, desde las hazañas cognitivas griegas. Era menester (y sabio) “conservar” aquello que daba sentido a lo que percibíamos y concebíamos; los conocimientos resguardados por la teología nos fueron suficientes para incursionar en las ciencias matemáticas, psicológicas, de reflexión social y política, de especulación filosófica y literaria, y de taxonomía natural. Es así que la teología, “la reina de las ciencias” y aval conceptual de la tradición, tuvo su razón de ser en el pasado.

El declive de la teología y la tradición se inició de modo gradual con el advenimiento de la modernidad y se hizo más tangible a fines del XVIII con sendas revoluciones americana y francesa. Ellas condensaron un terremoto conceptual: el de la concreción de las ideologías propulsadas por los iluministas y su fe en la razón. Si la palabra “ideología”, se ha convertido en improperio en los foros conservadores de hoy, se debe a que ella impele una revisión y un afán de cambio del status quo, status muchas veces ceñido a las dinámicas sociales, económicas y políticas de un país. Desde la aparición del feminismo social y político, derivado años después, en sexual (también) en los setenta del siglo anterior, la ideología puede elucubrar a su vez, sobre las dinámicas del género y del sexo, escapándose del rubro estrictamente nacional. La ideología, por definición, implica una reflexión sobre las ideas (justamente) que cohesionan a grupos sociales como tales, y por ello se aboca a proponer cambios, sustanciales o no, en épocas de crisis donde se materializa la fricción entre diferentes grupos.

El término “ideología” se hizo más pestilente después del fracaso de ciertos proyectos utópicos del XX como los del socialismo dictatorial (pregúntenles a los rusos) y a los muchos fascismos antisocialistas de Europa y Latinoamérica (pregúntenles a los Salazares, Francos, Stroessners, Videlas y Pinochets de los sesenta y setenta). En los salones académicos de afanes semióticos y literarios, se optó por el término “discurso” antes que el de “ideología”: devaneos intelectuales después del estructuralismo y de la sensación de fracaso que el segundo término conllevaba.

Cuando uno hace una revisión del conservadurismo y sus discursos, vemos que estos se acercan cada vez más a una definición insoslayable: El conservadurismo implica un discurso y posición moral, social y política que reniega de la reflexión y de la autocrítica profunda. Y un corolario: es esa falta de reflexión y de cuestionamientos, lo que da tranquilidad al común de las personas ávidas de verdades inmutables.

La democracia tiene una dolencia intrínseca: asume que el ciudadano promedio es lo suficientemente razonable como para tomar decisiones sobre políticas de Estado, o que tiene el criterio suficiente como para elegir a funcionarios que puedan tomar sabiamente esas decisiones. No es así.

En el mundo de hoy, con la internet por delante de nosotros jalando la carreta (y no al revés como debiera), ha aparecido un nuevo tipo de ignorante: aquel que no sabe que lo es, aquel que no puede distinguir al sabio del charlatán. Nos sobra información que nos viene de la pantalla, pero no tenemos las herramientas para discriminar ni establecer jerarquías entre los datos. Esa sobre abundancia de datos nos da la ilusión de sabiduría, nos hace creer que somos “reflexivos” por repetir consignas a veces no del todo estructuradas. La mayor cantidad de datos compartidos de modo rápido y masivo en las redes nos inspira confianza: la cantidad (y velocidad) predomina sobre la calidad de la información.

Somos como nunca, cultura de masas. Somos el homo sapiens con más carga y flujo de emocionalidad de nuestra historia. La razón asoma muy eventualmente, en el torrente de falsedad, emotividad y estupidez que nos arrasa.

Es el mundo perfecto para la propagación del conservadurismo. Nunca los voceros de la tradición han gozado de la libertad que tienen ahora en los redes y medios. La educación postrada por el utilitarismo capitalista de hace décadas es el terreno fértil de la estafa informática. Se han multiplicado teorías (¿teorías?) tan desvariadas como los de la homosexualización de los niños, las de las vacunas que dan autismo o las que afirman que la tierra es plana (Sí, otra vez: hay en los EE.UU., una población creciente que lo cree así. Se forman conferencias masivas al respecto. Copérnico, ya fuiste). Todas ellas delatan el tufillo anticientífico (conservador) de nuestra época.

Acercarse a un liberalismo social que exige reflexión y poner en pausas ciertas creencias de larga data, implica trabajo. Implica estar al tanto de los descubrimientos de la ingeniería genética y la virología que delinearán políticas de sanidad publica, implica comprender los mecanismos de los vientos, mapeos térmicos, mareas y presiones atmosféricas que avisan del calentamiento global. La psicología cuantitativa y cualitativa y los avances en la neurología y la biología molecular nos dan una nueva imagen de nosotros en nuestros espejos. La física cuántica y sus versiones plausibles sobre el universo material y la maleabilidad de la dimensión del tiempo distorsionan la conformación de un dios y su creación fijados por la tradición.

La administración de la inteligencia colectiva es un ir cuesta arriba a diferencia de creer lo ya establecido por siempre y de manera masiva, como propone el conservadurismo.

El conservadurismo, que comporta en esencia, la inclinación por el mínimo esfuerzo, implica una delegación de responsabilidades en unos pocos: en líderes religiosos incitadores de fiebres y agitadores sociales que se ufanan de estar “fuera del sistema”. Esos pocos piensan por el resto, esos pocos vociferan, agreden, difaman, distorsionan, diseñan teorías conspirativas para salvar a la humanidad de las lacras de la inteligencia y la reflexión: No es casual que el animal más difamado por las tradiciones judía y cristiana sea el de la serpiente (animal reverenciado en otras esferas culturales): el reptil custodio del árbol de la ciencia, del conocimiento. Prometeo, desde las canteras mitológicas griegas, también será castigado por pretender robarle el fuego a los dioses.

En algún punto de la humanidad hemos borrado la línea tenue, divisoria, entre la estupidez, de un lado, y la cautela y humildad ante nuestros límites cognitivos, de otro.

Pretendamos más, queramos saber tanto como los dioses y reconocer a la vez que quizás, jamás llegaremos a ese conocimiento por lo vasto y misterioso del panorama que se abre ante nuestros ojos (panorama más vasto y misterioso mientras más conozcamos). Celebremos también la visión de vértigo de la propia naturaleza humana, en fisiología y entendimiento. No temamos calificar a las verdades como provisorias; no somos ya criaturas que precisemos de verdades inmutables. Nuestra propia historia, nuestra naturaleza biológica y psicológica no puede estar constreñida al corset de lo fijo y lo perdurable. Somos un fluir, sin categorías férreas. Hagamos de nosotros nuestra propia maravilla.

Vayamos al camino de lo que somos capaces, sin los límites tóxicos del conservadurismo que hace décadas ha perdido su buen nombre, como una vez lo perdió la ideología, alejados ambos de nuestros mejores dones. Sepultemos lo perdurable.


Escrito por

Enrique Bruce

Enrique Bruce Marticorena es escritor y enseña lengua y literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la USIL


Publicado en

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