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El espectro del streaming:

Reflexiones sobre las imágenes de una matanza filmada en simultáneo y nuestro atenuado sentimiento del horror

Publicado: 2019-03-17

La masacre de las dos mezquitas Christchurch del viernes 15 de marzo en Nueva Zelanda se desenvolvió en dos planos de la realidad: en aquel del presencial (donde se huele la pólvora, el dolor físico existe y la muerte es una contundencia alejada de preámbulos efectistas) y en el otro, del virtual, de las imágenes catódicas en control del operario y sujetas a la edición y a la difusión masiva. Cuando el asesino de las mezquitas disparaba a mansalva sobre la congregación, propagaba a la vez, las imágenes de su obra en proceso. Ellas serían recibidas y repartidas en distintas plataformas y no solo en el Deep Web donde se refugian las voces más cavernosas del odio y de la exaltación al crimen, sino en las más familiares del Youtube, del Facebook y del Twitter. La velocidad de difusión y la eficacia del encriptamiento hicieron que estas imágenes de muerte estuvieran fuera del alcance de los agentes censores y de las oficinas gubernamentales del monitoreo por varias horas.  

Él asesino de Christchurch quería fama y la va a tener por un tiempo. La tuvo también el asesino de la discoteca gay en Orlando, Florida, quien en 2016, mientras ejecutaba a los jóvenes que trataban de huir de las balas, revisaba su Facebook para ver si su hazaña se estaba cubriendo en ese momento (Se estaba). En otro lugar y tiempo, los dos jóvenes que acabaron con la vida de cinco estudiantes y tres adultos en una escuela en Sao Paulo el miércoles pasado 6 de marzo, de donde habían sido estudiantes, eran émulos de dos héroes del lado oscuro de la adolescencia: los asesinos de la escuela de Columbine (EE.UU) de 1999. En las redes, los jóvenes paulistas habían afirmado que solo querían la fama (en las redes). A cualquier precio.

La fama mediática se consigue, con un poco de suerte para los asesinos (y de la peor para las víctimas y sus deudos) de modo instantáneo pero esa fama no suele tener larga duración (No coloqué en este texto, los nombres de los asesinos de Nueva Zelanda, Brasil y los EE.UU por truncarles los anhelos de posteridad y para probar que en efecto, si bien las matanzas son recordadas por sus escenarios: Christchurch, Columbine, Orlando, Raúl Brasil, lo son menos por los nombres de sus perpetradores, nombres que no retengo en la memoria).

Los grados en que nuestra identidad en las redes cobra mayor o menor dimensión estribará en la mayor o menor capacidad de sociabilización y conformidad con los requiebres de la vida fuera de esas redes. Existo en tanto mi imagen y mi texto se difundan, en cualquier medio. Los adolescentes y los solitarios suelen estar entre los grupos de mayor sumergimiento en el mundo virtual. En el Japón, hay una epidemia de jóvenes aislados, los hikikomori, que pueden pasar semanas sin salir de sus habitaciones captados por la pantalla de sus computadoras. Son ellos el extremo de una sociedad anclada al mundo virtual, de un colectivo que somete su configuración neurológica frente a una pantalla catódica a estímulos análogos a los estupefacientes que operan sobre las mismas zonas del cerebro. El hecho además, de que las plataformas virtuales nos cedan cierto grado de agencia (difundimos noticias, somos diestros en el videojuego, chateamos) hace que se acreciente la ilusión de existencia, de “ser alguien” en las redes, a diferencia de los años de recepción pasiva de la televisión de hace unas décadas. La ilusión presente se hace más perniciosa.

A mayor soledad y a menor poder de administración de la misma, mayor enajenamiento del mundo “presencial” y de tus posibilidades propias. Menor entonces, será la precisión de designarse cada quien un “yo” contundente. Desde Grecia hasta Japón, lo que llamamos hoy por hoy “teatro” (vocablo de origen griego) tenía sus raíces en intercambios performativos de gente que llevaba máscaras. Cubrirte el rostro con alguna de ellas te invitaba a la desinhibición (que es el atractivo principal de cualquier desfile o carnaval de disfraces). Los griegos en particular, en los rituales dionisíacos que conformaron una fase previa a los espectáculos escénicos que concebirían Esquilo, Sófocles o Eurípides años después, se colocaban sobre las cabezas o rostros, cráneos de animales: creían que el espíritu del mismo tomaría posesión del cortejo de bacantes en sus estados de trance. No estarían descaminados. Cuando me pongo una máscara, soy otro. Cuando enciendo mi computadora y me integro a una plataforma de intercambio y difusión de textos e imágenes, llevo una máscara. Esta puede ser perfeccionada mediante el robo de una identidad (y una foto de perfil que no es la mía), un avatar fantástico o el simple anonimato. Puedo decir lo que quiera porque doy rienda suelta a mis instintos agazapados en la sociabilización, detrás de mi máscara. El texto que salga de mí o que yo difunda (al igual que sus imágenes) se acercarán a las zonas más oscuras de mi psique, muchas de ellas derivadas de pulsiones tanáticas y de erotismo agresivo. No hay el freno de una mirada humana que me cuestione, un rostro y unos ojos fijos en los míos que me haga recapacitar. No hay nada frente a mi pantalla que haga que mida mis palabras; solo están mis propias palabras sin los parámetros piadosos de la moral colectiva. Soy un ser solo y eso no es una buena noticia. Los griegos ponían en relieve el nomos que regía la polis, el espíritu racional de todos que invitaba al discurso de un individuo a que este sea comedido y sujeto a la reflexión. Era el espíritu de todos, la mirada de todos lo que aplacaba mis peores instintos en mi discurso. Modernamente lo llamamos “civilización” o “comedimiento” (con sus miramientos y objeciones).

Somos cada vez más, un conjunto de aplicaciones en streaming y menos una humanidad reflexiva. La maldición de la información es que es ubicua y nos llega a todos: la captamos y la difundimos pero no la digerimos de manera crítica. Circula en las venas del nuevo cuerpo frankensteniano que conformamos, la mentira, la verdad distorsionada y el texto y la imagen denigrantes. Bombea en nuestra nueva sangre colectiva más sangre y más crueldad. El nomos griego se amarillea en las páginas de un libro que hemos decidido cerrar.

“Persona” en español ha preservado intacto el vocablo en latín que refería a la máscara teatral, cambiándole solo la acepción. Hemos regresado a nuestra raíz etimológica: somos “personas”, máscaras algorítmicas. Desfilamos día a día en un carnaval de horrores que no somos ya capaces de concebir como tales. Somos aquel vacío que miramos instantes antes de que se iluminen nuestras pantallas.


Escrito por

Enrique Bruce

Enrique Bruce Marticorena es escritor y enseña lengua y literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la USIL


Publicado en

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