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Matar al genio y al héroe

Sobre la necesidad de encumbrar, de una buena vez, a la persona promedio

Publicado: 2019-03-04

El genio y el héroe, tal como los concebimos hoy, son hechura y fantasmagoría del siglo XIX. El historiador escocés Thomas Carlyle escribiría en 1841 un ensayo Sobre el héroe promulgando que la maquinaria de la historia era activada por unos pocos privilegiados. La historiografía del siglo XX echaría por tierra, sin embargo, el poder absoluto que se le adjudicaba al héroe. La abolición de la esclavitud, como botón de muestra, no fue regalo de algunos presidentes de las jóvenes repúblicas latinoamericanas sino producto de los esfuerzos de activistas negros libertos que lucharon desde las canteras del anonimato para ejercer presión y calibrar políticamente sus posibilidades emancipatorias. Siempre se reconocerá, sin embargo, como verdad de Perogrullo, la mayor influencia de ciertos personajes investidos de autoridad sobre otros muchos. La constitución de lo social nunca ha dado otro esquema que el de la jerarquía vertical. La ensalzación del héroe es un tema de énfasis, y otras cosas más no del todo saludables. 

El encumbramiento de grandes personajes se nutrió a lo largo del siglo XIX (y buena parte del XX) con la expansión de la imprenta. Las figuras de notabilidad social serían promovidas y editadas en diarios y revistas. El genio científico tendría una fama masiva no concebida en otras épocas. Los detalles de sus descubrimientos podrían ser leídos de manera extensiva por las capas medias y altas cultas del hemisferio occidental. La gente hablaba de Charles Darwin y su Origen de las especies (1859) con la misma familiaridad (y distorsión, no pocas veces) como harían con un pariente cercano. Sigmund Freud y su versión sobre el complejo de Edipo escandalizarían y fascinarían a la vez, ya a inicios del XX, los salones domésticos tanto europeos como del continente americano. Ni Aristóteles ni Galileo tuvieron tal público y admiración masivas como sus pares decimonónicos (Empecemos por las masas, es justo: ellas no existían antes de las conglomeraciones urbanas del XVIII).

Hubo dos latinoamericanos decimonónicos que desplegarían metodologías educativas y conceptos de calidad societal confrontadas con la figura del genio o del héroe: el cubano José Martí y el uruguayo José Enrique Rodó.

El primero, Martí, a pesar de que estaba comprometido con la emancipación de las Antillas mayores del yugo de España, no ignoraba lo pernicioso de la expansión mercantil (y militar) de los Estados Unidos en la segunda mitad del XIX, país en el que vivió y del que escribió ensayos prolijos sobre su sociedad, política e ideología subyacente, con igual grado de crítica y admiración. Martí recelaba de la figura del genio y abogaba por una población educada; había que elevar el promedio antes que confiar en las capacidades extraordinarias de unos pocos. La palabra “mediocridad” proviene, sin mayores preámbulos, del latín mediocritas: medianía, temperanza. Aurea mediocritas designaba el estado anímico del sabio, de aquel alejado de las pasiones (pasiones adjudicadas al genio, justamente). El cubano radicado en Nueva York por muchos años (ciudad de la que saldría solo para combatir y morir en 1895 en la provincia cubana de Dos Río contra las huestes españolas) enseñaría en sus horas libres a obreros analfabetas caribeños migrados a la ciudad yanqui: Su defensa del elevamiento educacional no se limitaría a la teoría sino a la práctica entregada y tenaz. Él sabía que la exaltación al genio o al héroe se acercaba a la del tirano que maneja las pasiones de las muchedumbres incultas (¿Escuchamos aquí la palabra “populismo” desconocida para Martí?).

José Enrique Rodó tenía una propuesta similar pero de raigambre algo aristocratizante: Se debería educar a las masas solo para que aprendan a adorar al genio, no a comprenderlo. La retórica de su ensayo Ariel de 1900 preconizaba una suerte (muy modernista) de la “aristocracia espiritual” en contraposición a la obsoleta aristocracia social que había subsumido al continente en una ignorancia entumecedora. Rodó hablaba desde las canteras de las clases medias emergentes pero recelaba del consumismo y el apego a las prácticas utilitarias y mercantilistas de las mismas, prácticas émulas de la “vulgaridad” del imperio yanqui (Ariel es el espíritu del aire de la obra shakesperiana, La tempestad ; en el ensayo del sudamericano, Calibán, el salvaje de la isla de la pieza teatral, alegorizaría, en contraposición, el sentimiento materialista que creía permeaba el imperio del norte).

Ambos pensadores latinoamericanos desdeñaban la tradición religiosa tradicional y abogaban por una educación secular (aunque Rodó seguía de cerca el cristianismo social del francés Renan, antecedente de la Teología de la liberación del subcontinente en el siglo que despuntaba). La Iglesia se había aliado en demasía con una élite criolla poco imaginativa para elevar material y espiritualmente a las sociedades cambiantes del continente. Rodó no desconfiaba de la figura del héroe o del genio como el cubano, puesto que recordaba en él una justa herencia del legado grecolatino que el uruguayo consideraba como propia de nuestras tierras (El término “Latinoamérica” fue acuñado a fines del XIX por un diario francés, y los hispanos saludaron el término con entusiasmo ya que sentían que los emparentaba con la insigne tradición de Homero y de Virgilio). Rodó no se explaya en las clases trabajadoras como sí lo haría en la teoría y práctica, Martí. El sudamericano sabía que había que elevar a las clases medias, o despercudirlas del prurito materialista para que ensalzaran al genio (sus posibilidades de proyección política, por consiguiente, serían poco más que nulas); el caribeño no despegaba la vista del potencial de las masas trabajadoras invisibles en el discurso del sureño.

Martí se habría topado, si lo resucitáramos hoy, con una ironía corrosiva en su isla natal: Él mismo se ha convertido en el héroe (¿el fetiche?) que siempre había desdeñado. Su efigie y sus escritos (no del todo comprendidos) inundan la isla solo compitiendo con los íconos y escritos del Che Guevara y Fidel Castro, más cercanos estos a las consignas políticas actuales. Las líneas que se resaltarían de su “Nuestra América” (1891) serán aquellas que aludan al imperio yanqui y a la necesidad de forjar un carácter propio, americano, y no ser una mera plantilla europea aplicada en otras tierras y temperamentos. Se escamotearían aquellas alusivas a la tiranía. Si resucitáramos a Rodó, de otro lado, lo mataríamos al instante con el primer anuncio publicitario de los muchos inundando las ciudades, con la visión de muchedumbres idiotizadas por la pantalla catódica de televisores y smartphones, o con la revisión de los programas asociados al emprendurismo y a la gestión cultural de nuestras universidades, pervirtiendo las humanidades caras a su temple.

Que ambos descansen en paz.


Escrito por

Enrique Bruce

Enrique Bruce Marticorena es escritor y enseña lengua y literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la USIL


Publicado en

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