Deshojando homosexuales
Sobre la obsesión de los muchos o pocos gays dentro de la comunidad sacerdotal católica (Son muchos). El problema no estriba en la cantidad de homosexuales, el problema estriba en la administración de la sexualidad por hombres con poco interés en una discusión franca e informada de la misma
Somos homosexuales, no somos homosexuales. Somos muchos, no somos muchos. Nos quieren. No nos quieren… La clerecía católica ha mantenido la proporción de homosexuales en sus recintos, retiros, confesionarios y camas en un arcano muy bien resguardado. No hay un dato oficial de la proporción de los mismos porque a la Iglesia le conviene mantener ese número en secreto, incluso para ellos mismos. Han salido publicadas algunas cifras de manera esporádica hechas en base a testimonios y especulaciones de algunos seminaristas, religiosos y exreligiosos, todas filtradas y enunciadas muchas a sotto voce.
Pocas tan explícitas y de amplia cobertura de fuentes como las del último libro del sociólogo francés Frédéric Martel, de título harto sensacionalista y marketero: “Sodoma”, que conjetura un 80 por ciento de homosexuales entre el clero en base a testimonios de unas veintenas de obispos y cardenales, así como de más 200 sacerdotes y seminaristas. Cuando en esta u otras publicaciones se repasan números alternativos de 60, 70 u 80 por ciento, los oficiales mayores de la Iglesia afirman (y afirmarán después del libro de Martel) que es una exageración. Cuando les pides entonces que digan cuántos son, fijan sus ojos en el libro del catecismo y se olvidan de ti.
Es claro que la proporción de hombres y mujeres homosexuales o bisexuales detrás de las puertas conventuales o hermandades debe ser muy superior a la de la población en general (Se estima que esta rodea el 8% de la población mundial; la cifra varía de manera inversa a la homofobia imperante en los países encuestados). Las altas cifras especuladas, y las especulaciones tienen como base los testimonios de gente “de dentro”, invitarían a la homofobia si fueran reveladas de modo oficial, homofobia que esa misma institución ha ayudado a promover a lo largo del tiempo.
El arzobispo Carlo Maria Viganó, exnuncio de Washington, había acusado al papa Francisco I de encubrir al recién destituido cardenal estadounidense Thomas McCarrick de abusos sexuales contra jóvenes varones, y el arzobispo italiano se extiende en asociar, como muchos otros antes que él, la homosexualidad con la pederastía.
Sabemos que no son lo mismo, pero... ¿lo sabemos? Desde el siglo XIX ambas condiciones han estado asociadas en el discurso médico y lego por generaciones, aun hoy en el imaginario de muchas personas que imaginan más de lo que saben, esa asociación se ve como cierta. No lo es en absoluto pero Viganò tiene un punto de sostén: en una institución mayoritariamente homosexual, los depredadores deberían ser en efecto, por cuestiones probabilísticas, también homosexuales. Para llegar a esa conclusión basta un elemental diagrama de Venn. Viganò no quiere partir de esos presupuestos ni saber nada de diagramas sino que se pliega a las muchas autoridades eclesiásticas que toman como premisa que los homosexuales son una minoría en la clerecía y que ella sola ha ocasionado los dolores de cabeza de los escándalos (Y de los escándalos, no de los delitos en sí que si se hubiesen mantenido ocultos, otro sería el cantar). Los pocos homosexuales dentro de las comunidades sacerdotales que se han aventurado a “confesar” sus predilecciones han sido acallados con la amenaza directa o indirecta, de la expulsión. El silencio era redituable y la honestidad un precio muy alto a pagar.
La prensa también ha tenido un rol distorsionador en todo este embrollo. La pederastia (gusto por los pre-púberes de cualquier sexo) y la efebofilia (gusto por los púberes y adolescentes, también de cualquier sexo) han sido tratados y mentados de manera indiscriminada (McCarrick caería dentro del segundo grupo aunque se la ha etiquetado de “pederasta” en más de una ocasión, lo mismo el sacerdote chileno Fernando Karadima, expulsado del sacerdocio el año pasado. Marcial Maciel, el fundador de los legionarios de Cristo que murió en retiro espiritual en Estados Unidos, tuvo como víctimas a niños y jóvenes de ambos sexos: fue el depredador más ambicioso de la historia de la Iglesia, si no del mundo).
Las monjas y ex-monjas también empiezan a hablar de abusos de parte de los sacerdotes, y de manera extensiva después del movimiento “Me too”. La peruana Rocío Figueroa habla a la BBC de los abusos que cometió contra ella el vicario del Sodalicio, Germán Doig, cuando ella tenía quince años. Lo mismo Doris Wagner Reiser, alemana, que renunció a su comunidad religiosa en su país de origen y a su fe por los traumas recibidos de parte de un sacerdote depredador. Por supuesto no son las únicas. Y habrá más historias.
Buena parte del debate se centra en la orientación sexual del sacerdote depredador, o en el mayor o menor número de homosexuales dentro de la institución. También se habla del nivel de salubridad del celibato oficial. El problema es que todo ello se trata fuera de un marco discursivo de salud e higiene mental y sexual científico que se desdeña. No existe el contexto necesario que otorgan la psicología clínica, la neurociencia y los lineamientos teóricos de los estudios culturales. Todo discurso proveniente de esas áreas del conocimiento humano ha sido anatema para gente de nociones esencialistas. La practica espiritual del celibato (que es, en efecto, una práctica espiritual) debería ser una opción preferencial antes que una imposición institucional o la motivación retórica de desdén frente a los que no la practican.
No hay que deshojar margaritas: si son gays o no, si son muchos o no. Hasta ahora la margarita en cuestión tiene un solo pétalo: todos los depredadores son hombres, lo mismo que casi todos sus encubridores en los altos mandos. Muchos alegarían y con razón, que en prácticamente cualquier comunidad, religiosa o laica, los depredadores suelen ser hombres. Pero la católica se ha resaltado por el encubrimiento sistemático de los infractores y pocos miembros en otras áreas de dominio masculino, digamos Wall Street o un club de fútbol, serían capaces de exponer a menores a riesgo de abusos para proteger su asociación. Obispos y ministros varios de la Iglesia sí lo han hecho. La explicitación del dominio masculino es marcada en el catolicismo y en otras denominaciones religiosas. Cuenta además con el aval (que ya quisiera Wall Street o un club de fútbol) del discurso moral consuetudinario y del concepto de Dios como garante de inmovilidad.
La hegemonía masculina explicitada y avalada por un discurso que se asume moral, y hasta trascendental, a lo largo de siglos, promueve la objetivización y el rebajamiento de grupos humanos como el de las mujeres y el de los niños de ambos sexos. Hombres sin responsabilidad familiar delinean cómo debe guiarse una familia (con un hombre, preferiblemente, a la cabeza). Hombres con experiencias eróticas soterradas y sin ventilar en una discusión sana, dicen a mujeres y hombres qué deben o no deben hacer en la cama y sus alrededores, y calibran aspectos de la naturaleza humana sin ellos mismos haberse aventurado a nada. Patologizan en gran medida la condición homosexual cuando la mayor parte de la comunidad científica la ha retirado del catálogo de lo mórbido.
No es el hecho de que haya una población mayoritaria gay en la clerecía que debería preocupar a los ministros de la Iglesia y a su feligresía (aunque ello va a pasar) sino la homofobia, la misoginia y la ignorancia rampante entre los miembros que deben servir de guías a sus comunidades. Uno de ellos, un papa emérito, Benedicto XVI, conocido por sus reflexiones teológicas se entiende que hondas, atribuye a los sacerdotes célibes, superioridad moral sobre cualquier otro sector de la comunidad cristiana, tal como lo hizo San Pablo casi dos mil años atrás. El sacerdote es de esta manera, siguiendo su línea de pensamiento, superior a la monja y superior a los hombres y mujeres de fe que tienen pareja, del mismo sexo o el opuesto. Este tipo de teólogos que esgrimen pensamientos de este calibre han sido admirados por un sinnúmero de personas en los dominios ecuménicos del Vaticano. En esto estriba su verdadera crisis, no en el sacerdote gay dentro o fuera del closet..