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La tierra de la conspiración

El abuso sexual tiene un solo culpable: el perpetrador; pero el silencio de la víctima nos coloca a todos nosotros como conspiradores

Publicado: 2016-07-19

De todos los delitos posibles del panteón humano, el del abuso o violación sexual es el único ante el cual la víctima calla. La mordaza viene de varios frentes culturales e institucionales: desde los chistes de malsano gusto sobre la voluntad de la víctima de buscar en el fondo (o no tan en el fondo) el abuso, pasando por la fetichización sexual sistemática de la mujer, hasta la desidia de los organismos judiciales que deberían protegernos. Un frente terrible (el peor de todos) es la exhortación de parte de la familia y los amigos a que la víctima calle para proteger su dignidad.

La sexualidad es el terreno más nebuloso de entre los que discurre la experiencia humana. En esa tierra incierta crecen las flores del mayor amor como las de la crueldad sin freno. En ella, y eso lo saben exhaustivamente los psicoanalistas, se proyectan nuestros miedos ocultos y nuestros deseos, nuestros sentmientos tanto de culpa como de agresión. La imagen de un hombre copulando o acariciando a una mujer puede reflejar tanto el mutuo consentimiento como la sujeción más abyecta. Un mismo acto (a diferencia de las de los otros delitos no sexuales) puede tener así más de una lectura.

Sin embargo, hay otra tierra vecina a la de la sexualidad y que promueve el silencio, y es la de la conspiración.

Cuando era niño, un grupo de amigos estábamos en una casa veraniega, todos haciendo despliegue de la felicidad inevitable que nos brindaban los tiempos del ocio y la proximidad del mar. Dos o tres muchachos varones, algunos años mayores que yo, llamaron a una chica de unos trece o catorce años para que entrara a una habitación. Un grupo de niños y púberes nos quedamos al otro lado de la puerta que se cerró, aguardando sin saber exactamente qué. Hasta que escuchamos unos gritos. Al cabo de un minuto o dos, la muchacha invitada a entrar, sale corriendo de la habitación bañada en llanto. Recuerdo que pasó frente a mí mientras yo estaba pegado a la pared de un corredor. Pasmado, casi sin entender. O entendiendo sin querer entender.

Nunca supe más de esa chica cuya familia no veraneaba por lo regular en ese balneario. Pero sí que volví a ver durante el resto de la temporada, a los chicos que la habían invitado a entrar. Y participé en no pocas ocasiones de sus juegos y chanzas.

Aún el día de hoy, me siento pegado a la pared de ese corredor. Y no creo estar solo en mi pasmo. Muchos de los que me leen han sido testigos, al igual que yo, de un cierto tipo de abuso y hemos decidido no decir nada. No hablo aquí de las víctimas directas, sino de los testigos. Me pregunto qué podría haber hecho yo entonces: ¿Avisar a mis padres? ¿A los dueños de casa? ¿Hablar con la familia de la chica a quien yo conocía a medias? Creo que si lo hubiera hecho, el mundo adulto habría reaccionado con igual pasmo con el que reaccionó un muchacho de diez años. Y habrían optado por el silencio o por frases elusivas. La tierra de la conspiración abarca toda nuestra dinámica de acciones y discursos. Ella sostiene nuestra “normalidad” en base a omisiones. La ficción de la decencia descansa en el hecho de que miremos a otro lado.

Los años de adultez me han confrontado con el testimonio doloroso de seres queridos que han sufrido de abuso sexual. Sé escuchar pero nunca sé qué decir. La verdad es un nudo en la garganta que nos sujeta la voz. La tierra de la conspiración no nos ha dado esas palabras que necesitamos, tanto víctimas como testigos. Esa tierra es muy vieja y las omisiones son vastas. La decencia prefabricada y la discreción son un cáncer que pulula entre nosotros.

Las víctimas del hiperventilado caso de los sodálites aún no han ventilado, justamente, sus nombres. Solo lo han hecho las que han sufrido de abuso psicológico o físico. El abogado de estas últimas aclara que no han sido abusadas sexualmente. La aclaración es aún hoy obligada en la tierra de la conspiración. Mientras dichas víctimas de abuso no sexual esperan su justa reparación, las otras, las que no tienen nombre y apellido, siguen sujetas, ellas y sus familias, a la pared de un corredor en la tierra del pasmo. Y de la vergüenza.

La periodista Rocío Silva Santiesteban ha sacado a la luz pública, en una columna, el abuso sexual del que ella misma fuera víctima, tal vez alentada por otras mujeres que fueron sujetas de abuso y dieron sus testimonios en los medios, y que ella en su artículo recuerda y rinde tributo.

Hay esperanza. La tierra de la conspiración puede perder sus feudos entre nosotros. Poco a poco la verdad va cobrando voz, y nombres y apellidos. En la jurisdicción de una plena decencia (y no de la prefabricada por nuestra complicidad), la vergüenza y la culpa habrán de recaer donde se debe: en el perpetrador y no en la víctima largamente silenciada.


Escrito por

Enrique Bruce

Enrique Bruce Marticorena es escritor y enseña lengua y literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la USIL


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