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Omar Mateen no estuvo solo en Orlando:

las balas vinieron (silenciosas) de varios frentes

Publicado: 2016-06-13

Los líderes políticos de los EE.UU se han dividido en dos bandos con respecto a las motivaciones de Omar Mateen, el norteamericano de origen afgano quien perpetró en Orlando la que tal vez sea la matanza más grande hecha por un solo hombre en la historia de ese país, por el número de muertos, después de Septiembre 11. Donald Trump afirma que esto es categóricamente un atentado más del Estado islámico (como parece corroborar la adjudicación de su autoría por el propio EI al día siguiente de los hechos) y esto podría echar combustible a su plan aun más férreo en pos de una militarización invasiva del Medio Oriente (si que es la palabra “plan” no es oximonórica aplicada a Trump). De otro lado, Hillary Clinton se pregunta cómo un ciudadano investigado por el FBI tiene licencia para comprar y portar un fusil que dispara diez balas por segundo. Los partidarios de un mayor control de armas inscriben a Mateen como parte del panteón infame de homicidas sin bandera fija, que por frustraciones personales, allanan colegios, universidades, centros comerciales o templos para asesinar al mayor número de personas.

Los bandos divididos no pueden dividir lo que, en mi haber, es solo una entidad indivisible: la sistematización del odio del conservadurismo social. Iba a decir de un cierto conservadurismo social, pero no.

En su Ensayo sobre la abyección, la semiótica filósofa Julia Kristeva crea un espectro continuo entre nuestra repulsión primaria frente a lo pútrido o infeccioso, y lo moralmente repelente. El sentido de repulsión o asco es útil al niño pequeño y a los adultos en general, pues lo alejan intuitivamente de aquello que le podría enfermar , cuando no matar. El asco es útil. Cuando el objeto rechazado es sancionado conscientemente por una comunidad (como el de los alimentos malolientes) ayuda a preservar la integridad biológica de cada miembro de esa comunidad. El rechazo moral lo hace de igual manera: el tabú del incesto y del asesinato, extendido en todas las culturas, ayudan a nuestra integridad como especie.

Sin embargo, en ciertos estadios históricos y culturales, de expansión variada, el asco deja de ser un mero instrumento de cohesión para convertirse en referente por excelencia, en el basamento más firme que sostendrá la mera exclusión de ciertos grupos en nuestra propia comunidad. En la psiquis de un conservador social, el asco no es una mera emoción, es el argumento último que subordina a un grupo frente a otro. Kristeva nos recuerda nuestro asco de niños a la nata (elemento orgánico absolutamente inocuo): el asco a la nata es el asco a la leche materna. Es la metonimia de un repudio promovido por la cultura patriarcal: el asco a la madre con la que compartimos su cuerpo en nuestros primeros estadios de existencia. Es el rechazo a nuestra dependencia primera ante una mujer (y no ante un hombre).

Hay estudios de las neurociencias que ubican nuestros ascos, morales y físicos, dentro de una misma área del cerebro. Los estudios de Ryona Kanai van más lejos al hacer una medición del volumen de ciertas zonas cerebrales que parece dividir a los conservadores sociales de los llamados progresistas. Las zonas del asco, en la amigdala derecha, muy desarrolladas por cierto entre los conservadores, también incitan en ellos el miedo a lo diferente. Los científicos Insinúan así, una determinación neurológica ante nuestras inclinaciones políticas.

La frontera entre la conformación neurológica y los estímulos culturales, sabemos, es muy porosa: el medio ambiente también puede determinar nuestra materia gris; incluso, aunque de modo mínimo, nuestra conformación genética. No podemos delegar, por consiguiente, la valencia de tal o cual discurso moral, de tal o cual discurso político, a un determinismo genético o neurológico. Las ciencias proponen, pero nosotros, como comunidad, disponemos.

El discurso del conservadurismo social hace uso de estrategias atávicas para preservar cierto orden. Es, repito, importante la conservación de un orden para la integración del grupo como totalidad. Sin embargo, el rechazo consensuado se hace insidioso cuando solo sirve para preservar el privilegio de ciertos grupos sobre otros dentro de la misma comunidad. Las metáforas y calificativos de discriminación siempre han estado asociadas al asco físico: ciertas razas “huelen mal”; se hace alusión a características somáticas particulares, como la textura del pelo o el tono de la piel para invitar al rechazo. La homofobia, muy en particular, hace hincapié en las prácticas sexuales, reales o imaginadas, de los homosexuales. Entran a colación en las bromas sobre los hombres gays en particular, el ano, los excrementos, el semen o la orina (como si fueran avatares exclusivos de la práctica erótica entre varones). La mujer es desechada en su vejez: sus arrugas, sus olores, sus carnes flácidas. Las mujeres jóvenes se denigran unas a otras en sus grasas y celulitis. El púlpito es negado a las criaturas que menstrúan. Ciertas grupos humanos en Occidente, son reducidos a fluidos y piezas de carne, a deshechos y simulacros de humanidad. Son equivalentes al excremento que solía acumularse en la periferia de la aldea. Es todo lo que no debe penetrar a través de nuestros sentidos. Impera sobre ellos la sanción cultural de un asco sutil, no declarado abiertamente (no siempre).

La matanza de Orlando es dos cosas: es el asco generalizado hacia el homosexual y también, el asco que promueve, en particular, el Islam radical. Es terrorismo y es homofobia. Es terrorismo porque es homofobia. El Estado islámico, a la larga, ha sincerado la exclusión disimulada que sufren ciertos grupos, como la de mujeres y hombres homosexuales, durante generaciones y en territorios diversos. Las comunidades religiosas islámicas en los EE.UU. se han demarcado de este acto violento. Bienvenida su iniciativa, pero no es suficiente. La demarcación que haya de hacerse no ha de ser solamente frente a la violencia letal contra un grupo determinado; se ha de hacer frente a los discursos denigratorios y las leyes excluyentes que nos convierten a unos seres humanos, en excreción elegante, solapada. No basta con no matar, es imperativo acabar con los discursos y las entrelíneas que sustentan las motivaciones íntimas del asesino. Y estos va para musulmanes, cristianos y judíos.

Los dos bandos políticos y sus diagnósticos, como dije, no dividen nada: la estrategia de sometimiento y exclusión es la misma. Estrategia que se hace más visceralmente visible cuando se dispara la primera bala.


Escrito por

Enrique Bruce

Enrique Bruce Marticorena es escritor y enseña lengua y literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la USIL


Publicado en

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