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El cadáver irresuelto

Reflexiones sobre "Los rendidos" de José Carlos Agüero

Publicado: 2016-03-20

La estrategia de redacción de Los rendidos: sobre el don de perdonar de José Carlos Agüero es excepcional. Este testimonio de un hijo de senderistas se arroga, y   muy justamente, todas las prerrogativas de un texto no-ficcional sobre el episodio más negro de la historia peruana del siglo XX: se atiene a la responsabilidad recopiladora de historias y testigos de la violencia política, y evita en lo posible, las trincheras ideológicas (si esto es posible). Pero hay un añadido más en esta estrategia de redacción que le da una mayor excepcionalidad: este libro esgrime en sus páginas el arma más letal de la ficción: los vaivenes de la contradicción: el asalto a la psiquis del lector.

El libro parte de la contradicción más obvia, que es la de la exposición de las marchas y contramarchas de todo lo que se ha dicho sobre la responsabilidad del subversivo y la responsabilidad del Estado en la terminación de vida de muchos ciudadanos. Ella se manifiesta también en la exposición de los efectos de la guerra (o la lucha antisubversiva) sobre las generaciones que han sucedido a lo acontecido entre 1980 y el 2000, efectos que se manifiestan en los actos y decires de conmiseración o condena, de reivindicación y solicitud solapada de impunidad desde las trincheras del periodismo, la academia, las ONGs o las instituciones del Estado. Sin embargo, en el plano mejor logrado del libro, las contradicciones que le dan valía máxima al texto de Agüero son las versiones contrarias o divergentes en la psiquis y emoción del protagonista de esta historia que sobrelleva un miasma familiar. La historia de Agüero sería la de un héroe trágico dentro de los parátros éticos de la retórica clásica, pero sin ideales que lo iluminen y sin muchedumbres asombradas.

Esos gestos y decires, discursos y exposiciones artísticas, escritos académicos y  artículos de prensas, son percibidas desde un rincón poco visto, como un ruido desde la planicie desierta de un hombre joven que sobrelleva la vergüenza de ser hijo de asesinos. El hijo de terroristas es el referente de un discurso quebrado y poco   articulado, y si busca una serie de reivindicación, como es el caso de todo hijo que sobrelleva una culpa familiar (y trágica), no la va a encontrar. Ese hijo y sus circunstancias son la perpetua omisión de aquellos discursos más afortunados que se e- miten desde la academia o la plataforma política. Es el más excluido de los excluidos, tanto más que los deudos sin cuerpo que recuperar o de las mujeres objetos de violación: pues todos ellos pueden al menos parapetarse dentro del discurso sólido de la justicia reivindicativa: lo puede hacer el hijo de la víctima, pero no el hijo de victimario. Y ello expone este escritor con valentía. Y, por qué no decirlo, sin  ninguna otra alternativa.

Este libro es sobre todo, la historia de una vergüenza, a pesar de su subtítulo. Agüero en sus primera páginas, es brillante cuando intenta decir abiertamente todo lo que en el fondo, él no podrá decir. Ni él ni nadie. El cataloga la vergüenza más como un objeto que como un sentimiento. La vergüenza es el objeto ya adherido a tu cuerpo psíquico. Un sentimiento, en cambio, es expresión: Lo que yo sienta puede eventualmente ser expresado en el lenguaje de todos (bien o mal): el sentimiento tiene un  sujeto. Hay un YO que expresa temor o angustia, euforia o resentimiento. Si la vergüenza es más bien, parte de mi cuerpo (y no un sentimiento), no podré expresarla como no podré expresar mis manos, mi pelo o mis ojos. Ellos son lo que son, son una parte de mí irreductible que no podrá negociar una identidad con el lenguaje que usa el sujeto para expresarse a sí y a sus sentires. Ese objeto camina conmigo pero no tiene cabida en la negociación dialógica del foro público. Mi vergüenza está allí a la vista de todos (a veces) pero no va a tranzar en su entidad y poder corrosivo.

No es casual que Agüero, el vergonzante expulsado del logos citadino, apele a las  frases entrecortadas para su redacción. Separa en muchas ocasiones, las cláusu-  las principales de las subordinadas con un punto seguido. Separa la idea primaria de la secundaria que la complementa. Para el escritor, ya no hay jerarquías sintácticas en su redacción, como no hay jerarquias preconcebidas en el campo del inconciente. En el ámbito de lo público (del ambiente político, de la academia, de los medios de comunicación), las jerarquías están delineadas: no así en la psiquis de un  hijo de senderistas (o de un hijo de un militar violador, o del delator bajo tortura o   amenaza, o del campesino niño o adolescente obligado a matar). La psiquis, como en la mejor ficción, se nutre de vaivenes.

También el amor. El autor entre otras cosas (sus enunciados brillantes siempre están entre otras cosas: nada tiene un sitial fijo), recrimina a sus padres el haberlos expuestos, tanto a él y a su hermano, al peligro de los aparatos represivos como a la insidia de algunos senderistas. Pero recuerda también la vocación solidaria de su madre, a quien perdiera años después que a su padre, ambos asesinados extrajudicialmente. Es ella y su padre, quienes le inculcaron que la felicidad de nadie es completa hasta no ver que la injusticia, al menos en el entorno inmediato, haya acabado. La madre solidaria es transportada en algunas páginas memorables, a la asesina en potencia, y sobre todo, en su registro más dramático, a la realidad de tornarse a inicios de los 90, en un cadáver éticamente perturbador. Este hijo condenado por el miasma a ser un “senderista biológico” quiere vislumbrar en la imaginación literaria, los últimos pensamientos de su madre al morir a balazos en una playa al sur de Lima. Le confiere a esa madre una dedicatoria ultima a sus hijos, de su muerte entregada a una causa: para esa madre de la imaginación del escritor, es el legado mejor que les puede dar: “Los crie para esto”.

Pero esa madre es más. Ella se va a convertir en un cadáver en las páginas del hijo mayor que nunca conocerá. Ella “murió de muerte. Nada más”. Ella “se seca como una momia inexperta” en la rememoración de su velorio. Ella se convertirá en una muerta inconclusa, y dará el registro inconsistente (y desgarrador) de un hijo que   no sabe como dolerse de este cadáver. A ella le desea que “se pudra en paz”.

No hay ironía en esta frase de cierre. No hay reproche solapado. En un par de pági nas el hijo afirma no poder reivindicar plenamente a su madre y padre (esa plenitud no la encontrará en el espacio público); sabe de su irresolución como cadáver, pero si esa plenitud existe, en algún lugar, le desea paz.

Varias serán los personajes que han de atravesar las páginas de Agüero en las que darán testimonio de irresolución. Leeremos sobre las víctimas que fueron asesinos a la vez, leeremos sobre los deudos sin cuerpo, sobre los militares despojados de  una gloria que les prometió el discurso oficial. A todos se acerca Agüero el historiador y el activista social. A todos procura comprender como investigador (como procuramos hacer todos en general) y todos esos encuentros se resuelven en su contrario: en el testimonio de una soledad inclaudicable. Tu estiras la mano para tocar a una persona y solo te cercioras que al otro extremo de tus dedos hay un fantasma. El fantasma que eres también tú. Todo esto hace un cadáver irresuelto.

La segunda parte del libro es una exposición lúcida sobre las diferentes metodolo gías de las ciencias sociales para acercarse a los agentes sociales y las víctimas  de la violencia política. Agüero, el investigador, expone las diferentes estrategias aproximativas, como por ejemplo, las del enfoque anti-victimizador frente al victimizador del discurso de los derechos humanos. Nos habla de los diferentes matices de las narrativas que procuran contextualizar a senderistas y a militares. Nos previene de “humanizar “ a los terroristas, puesto que la realidad terrible de sus actos descansa en el hecho de que fueron seres humanos quienes los perpetraron. Nos quiere hacer recordar que el subversivo no requiere de la invención de una humanidad ya existente. El debate público se desenvuelve en jerarquías y categorizaciones, en verdades que pretenden ser fijas, en grandes discursos y grandes egos; pero esto es un negocio de los vivos. Todo esto es un ruido que rodea un camposanto de topografía incierta. La luz de la razón no puede despejar las nieblas de un cadáver sin resolver.

El legado de la madre es terrible. El legado de este escritor y este libro es su mejor testimonio.


Escrito por

Enrique Bruce

Enrique Bruce Marticorena es escritor y enseña lengua y literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la USIL


Publicado en

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