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La mística en lo político y en lo religioso

El hambre (de siempre) de lo sobrenatural

Publicado: 2016-03-13

Hay una escena de “La bruja” (2016) de Robert Eggers, donde el segundo hijo de la familia Grainger, el púber Caleb, cae presa de un delirio después de haberse perdido en el bosque y haberse encontrado con lo que nos imaginamos era la bruja personificada en una tentadora muchacha. El chico, atenazado por la fiebre y rodeado por sus padres y hermanos, en un catre de la humilde cabaña, mira hacia el cielo raso y se dirige a Cristo pidiéndole que lo acoja con sus besos y su abrazo piadoso. Le pide a su dulce Jesús que lo reciba en su seno. El discurso de una comunión íntima entre Cristo y el alma del cristiano era muy común entre los místicos europeos del medioevo (y llevada al gran arte verbal por Santa Teresa de Ávila o San Juan de la Cruz, ya en la Edad Moderna). Ese discurso de explicitación íntima  entre el Redentor y el creyente es más común el día de hoy, entre las denominaciones protestantes antes que entre las católicas. El impacto de esta escena debe ser mayor, me imagino, entre la audiencia de la primera extracción que entre la de la segunda. El niño, al sensualizar con el pedido del abrazo y el beso, la comunión crística, rememora perturbadoramente su encuentro previo con la bruja joven y de pechos turgentes con la que llega a besarse, en una última toma del encuentro que el realizador nos brinda. No quedará claro al espectador ni a la familia del muy joven personaje, si su discurso de agonizante va dirigido a Cristo o a una servidora  del demonio.

El discurso místico en la tradición cristiana, revestido de sensualidad cuando no de erotismo abierto (pensemos en el Cantar de los cantares del Antiguo testamento,   recreado con brillantez por el mentado San Juan) siempre causó suspicacia en la  política supervisora de las iglesias cristianas por su alto poder de adhesión espon- tánea: Desde los juicios de Salem en el XVII en Nueva Ingleterra, hasta la consagración o condenación de mujeres (sobre todo  eran mujeres) que practicaban las cu-  raciones físicas a base de rituales, o que alegaban ser intérpretes de la palabra divina en las colonias españolas en América. La experiencia mística, no importaba el norte de su discurso y actuar, siempre permaneció en el lado oculto del decir y vivir racional.

Esa sinuosidad espiritual no pertenece al ámbito exclusivo de la vivencia religiosa. Aun en la praxis política, el misticismo ambivalente permanece. Steven Levitsky     dictamina que el fujimorismo mantiene “una mística” mayor que el de cualquier o-  tro partido del Perú. Durante el primer gobierno de Alan García, este aseveró que    Sendero Luminoso mantenía una “mística” que le haría falta a sus co-partidiarios.    Antaño, los diversos levantamientos indígenas del XIX en nuestro territorio, apela-  ban a un Incarrí para justificar sus acciones y llevarlos a un sostén argumentativo mayor que el de la contingencia contractual del trabajo expoliatorio y el despojo de sus tierras. De algún modo u otro, las diferentes comunidades o agrupaciones,       siendo estas políticas, religiosas o étnicas, deberían revestirse de un discurso que  las elevaran sobre las necesidades meramente racionales o pragmáticas.

El que cada proclama mística sea calificada como oscura o luminosa se debe a     circunstancias a posteriori (y a intereses a posteriori) que avalarán o censurarán dicha proclama. La práctica y el discurso místico privado será objeto de una menor  supervisión (salvo por el de la psiquiatría) pero aquellos otros instalados en el es-  pacio público estarán, naturalmente, sujetos al monitoreo de alguna institución colectiva.

Muchos racionalistas podrían proponer una ideología desprovista de una mística,  es decir, desprovista de un discurso que aluda a una criatura o narrativa sobrenatu- ral que preste voz a los dictámenes de un grupo de valores comunales. Las tentativas de la Ilustración de llevar a los altares de lo racional abstractos como la Justicia o la Libertad han probado ser fútiles. La afirmación de un nosotros colectivo precisa de una figura antropomórfica (no era suficiente la alegoría gráfica de la Justicia o la Libertad), de una voz y de un intérprete escogido que sustenten nuestra identidad y permanencia como colectividad más allá de los vaivenes y contingencias de lo meramente histórico. Como miembro de esa comunidad me puedo   sentir más arraigado en mi lugar y tiempo concreto cuando esté obedeciendo dictámenes que vayan más allá, paradójicamente, de un lugar y tiempo concretos.

Simpatizo, en lo personal, con los racionalistas que miden y proponen directivas    contractuales y que sostienen, aunque sea de modo solapado, que esas directivas servirán solo por el momento histórico. Con ellos, nada de que lo defiendo se habrá de sostener como inamovible con el paso de los (muchos) años. Sin embargo, sé  que muchos que pueden auparse a tal o cual causa co-partidaria que defiendo, o a una marcha en contra de una determinada agrupación política que yo mismo cen- suro, requieren (secretamente) del abrazo y la cercanía personificada de una enti-  dad sobrenatural o de alguna figura terrenal que mejor la encarne, como la de un líder político carismático. Y lo hacen aun sin confesar dicho deseo (¿Deseo que        compartiré yo mismo?)

La mística permanece en lo oscuro de nuestra psiquis, y al manifestarse a la luz    pública, ella sabe que puede ser objeto de condena. En muchos casos, ella perma-necerá agazapada, pero no por ello estará inactiva en los varios actos de nuestra   vida en colectividad. El mar de lo oculto se mueve en olas que no nos imaginamos siquiera.


Escrito por

Enrique Bruce

Enrique Bruce Marticorena es escritor y enseña lengua y literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la USIL


Publicado en

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