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¿El pueblo existe?

Publicado: 2016-01-26

“Pregúntenle al pueblo”, dijo un emerretista recién capturado en los años noventa, ante la pregunta de una periodista sobre el motivo de las acciones violentas del grupo subversivo (Me imagino que después de esa respuesta, la periodista no sabría exactamente a quién acercarle el micrófono). “Todo arte y voz genial viene del pueblo y va hacia él” declaró solemnemente César Vallejo (perdóname, Vallejo). Y no podía faltar Mafalda, quien al reclamar airada una razón del por qué los niños no votan:

- ¿Y no somos tan pueblo como cualquiera? – nos recuerda.

- Ah, no. A mí insultos, ¡NO! –vocifera chino tudelescamente, su adorada némesis Susanita.

Siglos antes de Susanita, la gente parecía asociar con facilidad “pueblo” con “plebe”, según lo refiere un pasaje de Las siete partidas de Alfonso el sabio, allá en el siglo XIII. Alfonso advierte a las susanitas que en el fondo, fondo, fondo, no son lo mismo.

¿O sí? Con respecto a “pueblo”, todo puede ser. El uso del vocablo en la retórica pública viene desde los tiempos romanos, cuando éramos populus y éramos muchos como siempre. Aluden a nosotros desde los balcones, las plataformas con banderolas y las cámaras de televisión. Somos pueblo en todo discurso encendido, con banda militar, chelas y serpentinas. Y en las guerras, muchas veces planificadas para llenar los bolsillos de algunos (sean corporaciones armamentistas, del guano o del petróleo, pueblo puro), somos pueblo en mayúsculas y con estridencia de cañón. Somos épica en las letras y somos populorum en la letra que pica de Camotillo, el tinterillo, en su podio eterno como candidato presidencial, otro personaje entrañable de Tulio Loza.

Toda bandera ondea por encima de un mar humano llamado “pueblo”. Así se estatuía en el siglo XIX, en todas las proclamas independentistas y todas las constituciones de las nacientes repúblicas latinoamericanas. En la carta magna del México de 1857, leemos: “La nación tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas […] Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República”. Los indígenas fueron el origen y fueron la alusión vacilante de muchos proyectos de construcción criolla nacional en las ex colonias españolas. Fueron siempre margen, pretexto de mitologías y leyendas. Nunca una realidad y un presente para los centros de poder que manipulaban el concepto de “pueblo”. A Andrés de Santa Cruz, Presidente de la Junta de gobierno del Perú (1827) y Protector de la Confederación peruano-boliviana (1836-1839), sus enemigos políticos en Lima le achacaban ser extranjero, no tanto por haber nacido en La Paz sino por sus facciones indígenas. Para el proyecto criollo nacional peruano, eran los descendientes de españoles de la nueva república sudamericana los legítimos herederos de la civilización inca y no los salvajes que araban en ojotas en las serranías a muchos kilómetros de una Lima que definía qué cosa era el Perú y qué cosa era el pueblo.

Así las cosas. “Pueblo” empezó a reemplazar a “Dios” en los discursos políticos del XIX, siglo cada vez más descreído. Las élites tanto políticas como intelectuales desconfiaban del poder terreno de la Iglesia católica (ya en retroceso en la segunda mitad del siglo) y de la legitimidad existencial de un dios cristiano como norte moral del individuo y la comunidad. La legitimación divina del bien común siempre fue esquiva para filósofos y estadistas desde la antigua Grecia. Nunca se entendió del todo que querrían un dios único o una pluralidad de dioses en varias épocas y territorios. Sin embargo, en el XIX y en el XX, donde al menos en el papel, Iglesia y Estado caminan por separado (o deberían hacerlo según sus constituciones), la alusión a Dios como motivación última de una guerra o una maniobra política de envergadura, se hace cada vez más escueta y empieza a ganar potencia y frecuencia el término “pueblo”. El concepto de dios y su legitimidad moral era ya complicada tanto dentro de una comunidad como entre comunidades o naciones, y esa complicación la hereda el concepto hermano de lo popular. No sabíamos a ciencia cierta lo que Dios quería de nosotros antaño, y no sabemos a ciencia cierta lo que el pueblo quiere de nosotros ahora. La barrera entre el pueblo y el nosotros es difusa: la demarcación del ingreso económico (se sospecha que mientras más pobre, más pueblo eres), la raza, el origen territorial de nacimiento, tu ascendencia, tu acento y hábitos de vida, la menor o mayor adscripción a ideologías nacionales, todo, en conjunto o por separado, determinará tu adscripción particular a lo que es pueblo. O nada lo hará en el fondo. El pueblo siempre será el norte de nuestras acciones, la razón o el objetivo del actuar de una colectividad. Nunca será la encarnación perfecta de esa colectividad. El pueblo estará siempre más allá de la realidad colectiva, siempre confundida. El pueblo siempre será el referente esquivo tanto en el decir político responsable como en la cháchara electorera.

Yo en lo personal, no creo que el pueblo exista, ni como actualización ni como norte. Pero al pueblo le importa un carajo lo que yo crea. Además, los candidatos presidenciales, se entiende, no hablan solos en sus mítines de campaña. ¿O sí?


Escrito por

Enrique Bruce

Enrique Bruce Marticorena es escritor y enseña lengua y literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la USIL


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