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Kate en su laberinto

Las trampas de la ficción de una actriz mejicana

Publicado: 2016-01-16

La ficción es toda narrativa libre del yugo de la realidad factual. Puede usar de esta última, de ciertos hechos efectivamente acaecidos y eventualmente, distorsionarlos, o sencillamente, prescindir de ellos de manera absoluta. Suena bien. Sin embargo, la ficción es más invasiva de lo que nos imaginamos.

Cuando cerramos una novela o terminamos de ver algún episodio de nuestra serie favorita, no estamos libres de la perpetuación de la ficción en nuestra vida diaria. Lo que llamamos “ficción” no es otra cosa que la explicitación de un ejercicio de imaginación que permea de igual manera los ámbitos de lo que llamamos “realidad”. La imagen que tengo de mi vida, no importa mi alto grado de honestidad y de capacidad autocrítica, siempre va a estar ficcionalizada. De esto puede dar cuenta cualquier psicoanalista; para este, no importa la constatación de ciertos hechos que el paciente presente como “reales”, importa más bien, que él mismo los crea como tales. Talvez el paciente de turno haya satanizado a su padre más de la cuenta, pero para la atenuación de sus traumas, el paciente va a tener que lidiar con este villano de su imaginación. Se requiere así de la consistencia de esa criatura creada por sus miedos para eventualmente librarse de los mismos. La ficción puede llevarnos, paradójicamente, a una verdad que no necesita el apoyo de la realidad factual. La verdad de la psiquis tiene mayor peso ontológico que la verdad comprobable en el mundo que nos rodea.

Todos, por consiguiente, vivimos la ficción perpetua de nuestras vidas, editadas una y otra vez. La vivimos en el saludo diario, en la conversación casual con una amiga o un colega. La vivimos en los apuntes de nuestros diarios o en los mensajes de varios registros del email o el facebook. Creemos vernos a “nosotros” en la foto que colgamos en el instagram pero realmente vemos un simulacro. Sin embargo, esa ficción tiene sus límites, límites que van a impedir que entremos de lleno a estados absolutamente divorciados de la realidad consensuada y que no permitirán que nos deslicemos hacia las arenas movedizas de la psicosis. Los límites de nuestra (auto) ficción están determinados por las versiones ficcionales que tienen los demás de nuestra persona. Las ficciones confrontadas conforman la versión última que hemos dado en llamar “realidad”. Si un atisbo de autocomplacencia me impele a verme como una persona desprendida y entregada a los demás, por ejemplo, la ficción de los seres que han tratado largamente conmigo puede esbozar el retrato de una persona (mi persona) abstraída y pendiente en exceso de sus propias preocupaciones. Es esa confrontación con la versión de los otros lo que me lleva a tener una versión más justa de lo que soy “yo”. Ese “yo” debe ser la resultante lógica de una serie de vertientes ficcionales para que sea juzgada como honesta. Mi “yo” debe ser la ficción más sincera posible: no hay oxímoron aquí.

Las celebridades tienen un problema añadido. Su “yo” no puede dilucidarse sencillamente confrontándose con la versión de los seres más cercanos a ella, sino que debe negociar con la versión casi de gigantografía que conforman los múltiples discursos de los medios de comunicación que hablan de ella. Aquí entra Kate. Kate es la figura reproducida ad nauseam estos últimos días en las primeras páginas de los diarios tanto en versión impresa como en la digital. Kate entra y sale en la imaginación de sus seguidores de una serie exitosa: La reina del sur, inspirada a su vez en la novela homónima del escritor español Arturo Pérez Reverte. Kate es la figura que se desprende de los muchos intercambios, difundidos por la prensa, entre ella misma y otra víctima y promotora a su vez de su ficción: el “Chapo” Guzmán. Kate es el referente de muchas noticias sobre la captura del narcotraficante mexicano y de hecho, Kate es (más peligrosamente) la lectora de Kate. Su texto es un libro abierto y omnipresente con el que ella se topa inevitablemente en su día a día a través de los medios de comunicación. Siempre fue así, en tanto que ella era estrella del cine y la televisión antes de participar de la historia conjunta de ella y el narcotraficante más buscado del mundo.

La ficcionalidad de Kate del Castillo es extraordinariamente compleja por el hecho que Del Castillo también es actriz. Desde el método de Stanislavski, el realismo psíquico fue bandera que era ondeada los actores de teatro cada vez más cercanos al cine y al inevitable replanteo de lo escénico y lo verosímil que este nuevo medio exigía. El método del ruso que trajo Lee Strasberg a los EE.UU en los cincuentas, comprometió como nunca la psiquis del actor con los devaneos del personaje que interpretaba. La actuación no debía estar marcada simplemente, por la representación adecuada y parametrada del gesto o la inflexión de voz, como sucedía en el teatro convencional, sino que el realismo impuesto en escena buscaba que el actor o la actriz removiese sus sentimientos más ocultos para una mayor efectividad actoral. La identificación con el personaje se tornó así en una máxima y ello conllevó ciertos peligros, de mayor o menor grado, para la salud psíquica de ciertos actores. La actriz norteamericana Glenn Close afirmó en una entrevista en el Actor’s Studio de Nueva York, que un actor debía amar al personaje que interpretaba. No importa qué tan execrable el mismo, no importa lo alejado de su accionar en la historia de los parámetros morales del propio actor, este debía identificarse con él y no juzgarlo. Otro actor yanqui, Lawrence Fishburne, afirmó que para él no le era tan complicado meterse en un personaje sino salir de él.

El problema de Kate del Castillo no solo consiste en no poder salir del libreto de Teresa Mendoza, la narcotraficante protagonista de La reina del sur, sino en tratar de escapar del enorme libreto que es ella misma como personaje de la internet, la televisión y la prensa escrita. Encontrar su “yo” no implica negociar con ficciones interpersonales como nos pasa a todas las personas que no somos celebridades, sino que ella tiene que encontrar una resultante unívoca con lo que se dice de ella y sus tratos con el Chapo, con el montaje descomunal del narcocorrido mejicano y la idolatración de parte de la cultura popular con respecto a los hombres que desafían el sistema y se hacen de dinero con el contrabando de estupefacientes. Como bien recuerda Pérez Reverte, las figuras de los capos de mafias y los narcotraficantes, desde el personaje cinematográfico de Corleone de El padrino hasta el de Pedro Escóbar en la ficción de una miniserie y en la ficción de los medios de comunicación, ha tenido una faz benevolente y bienhechora, que iba de manera conjunta con sus crímenes violentos. Del Castillo, víctima y promotora de esa ficción monstruosa que escapa de la escala humana, interpersonal, lo comprueba en uno de los mensajes de texto que ella le enviara al mexicano aún prófugo: “¿No sería bueno que esta vez traficara con el amor?”.

Ella misma (si hay ella misma) queda atrapada en la telaraña de su propia ilusión: Kate del Castillo. Telaraña de la cual ella es responsable en mayor grado, pero de hecho, también nosotros como sociedad. Cada vez que leemos sobre Kate o posteamos y comentamos sobre Kate (y este artículo no está del todo exento de ello), somos cómplices de la ficción de una actriz mejicana que no puede encontrarse a sí misma.


Escrito por

Enrique Bruce

Enrique Bruce Marticorena es escritor y enseña lengua y literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la USIL


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