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Cipriani y sus metáforas

Monseñor no solo es, por investidura, un príncipe de Roma, sino sobre todo, un príncipe en asuntos de evasión

Publicado: 2015-10-28

Durante su homilía de esta mañana del 28 de octubre, el arzobispo de Lima acaba de hacer alusión a las recientes denuncias de abuso sexual de parte del Sodalicio, y también al sacerdote Waldir Pérez Salias condenado a 35 años por abuso sexual a un menor de edad. El prelado sentenció con rigor: “El que haga daño a un niño que le cuelguen una piedra de molino y lo lancen al mar”.

Gracias, monseñor, por su alturada indignación. Sin embargo, algo tengo que decir sobre la metáfora que empleó. Dichas figuras retóricas son empleadas día a día por todos nosotros (no es solo patrimonio de poetas) y ellas tienden a hacer dos cosas: o la metáfora ingeniosa ilumina mediante un ejercicio asociativo, una parte recóndita de nuestra psiquis, o bien, esta encubre una alternativa realista equivalente a la propia metáfora. Su dicho sobre los lanzados al mar, señor Cipriani (dejemos el “monseñor” por el momento) no ilumina la psiquis de nadie, solo evade la alternativa justa que sería, no la de “lanzar” a un pederasta al mar, sino sencillamente, de ponerlo en prisión. Y colaborar abiertamente con la justicia laica para hacerlo.

En otro discurso, señor Cipriani, usted habló de elementos “buenos” y otros “malos” dentro del Sodalicio, y por extensión, se puede decir que usted aludía a los buenos y malos dentro de otras hermandades. Gracias, señor Cipriani, por la salvedad. Sin embargo, los “buenos” elementos que usted separa con diligencia de la mala hierba (otra figura literaria), también hicieron, muchos de ellos, de la vista gorda cuando se rumoreaba de hace años, los abusos sexuales y no sexuales de ciertos miembros de la dirigencia sodálite. Y no solo hablo de los que habiendo recibido quejas de manera directa no hicieron nada, con la responsabilidad penal o civil que eso conlleva, sino de aquellos que sin haber recibido una denuncia oficial, decidieron no saber, optaron por mirar a otro lado y satisfacer su conciencia con la ejecución de rituales interinos que marcaban su pureza espiritual. Dentro de esos esquemas, ser un buen sodálite, ser una persona entregada al rezo o a la caridad esporádica o continua, era mejor que echar luz sobre los crímenes que se perpetraban contra menores dentro de los dormitorios de la casa de retiro. El diablo precisa tanto de los que miran hacia otro lado como de los que acometen directamente alguna agresión contra el prójimo.

Cuando usted, señor Cipriani, condena abiertamente a los que violan a niños, se le ha de agradecer a medias puesto que los violadores de niños son solo el chivo expiatorio de todos aquellos encubridores que conforman la muy antigua y digna institución de la cual usted es parte directiva.

Para la evasión, nadie lo gana, monseñor (volvamos al "monseñor"). Durante esa misma homilía usted también denunció el matrimonio homosexual y los crímenes del aborto. No recurrió a metáforas para fines evasivos, pero sí colocó en la misma balanza la unión de dos personas que deciden formar una vida juntos y la desesperación de alguna adolescente pobre o una mujer embarazada como producto de una violación, con los crímenes de ciertos individuos que deberían echarse al mar. El mar al que usted alude es, al parecer, bastante amplio como para acoger a ahogados de todo calibre, monseñor. Las personas morales podemos discrepar entre nosotros sobre el matrimonio o la unión civil de personas del mismo sexo, podemos disentir en cuestiones del aborto y sobre la legitimidad de penalizar o no a mujeres desesperadas por un embarazo no deseado, pero de hecho no vamos a discrepar sobre si es legítimo o no, violar o seducir con engaños a un menor de edad. Y tampoco estamos en desacuerdo sobre si los encubridores de violadores deben retribuir con cárcel o con alguna reparación civil a las víctimas. Las personas morales sabemos que los encubridores también merecen castigo.

Usted es el prelado de una comunidad religiosa que es aún mayoritaria en este país. Basta legitimizarse con su investidura, monseñor, pero no ofenda la inteligencia de nadie con estratagemas metafóricas y comparaciones obscenas.


Escrito por

Enrique Bruce

Enrique Bruce Marticorena es escritor y enseña lengua y literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la USIL


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