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El oscuro deseo por el héroe

¿Por qué queremos héroes de Chavín o de cualquier otro tipo, al precio que sea?

Publicado: 2015-07-05

Los héroes se nutren de nuestros sueños. Los dioses los siembran en nuestras psiquis buscando una custodia temporal para sus hijos, y como fantasmas sin cuerpo, estos hijos buscarán a su vez, encarnarse en determinados individuos de una comunidad, en un lugar, época y ansiedades precisos. Estas criaturas oníricas requieren de la existencia y la fe de las sociedades en vigilia, y requieren también de sus momentos más febriles: las de la guerra y la ambición.

En el XIX bélico de ambas orillas del Atlántico, la leyenda, aliada del sueño colectivo, allanó el camino para la encarnación del héroe a través del encomio oficial, el poema o la estatuaria que era ubicua en todas las plazas, parques y bulevares de Europa y las Américas. Las revoluciones y las guerras fronterizas que dividían naciones y sellaban intereses armamentistas, comerciales y partidarios eran el caldo de cultivo perfecto para la encarnación del héroe. Este se desarrolló siempre en nuestros momentos más álgidos y en nuestras retóricas más inflamadas.

En su Teoria sobre la novela de 1963, Georg Lukacs delimita el espacio épico en los tiempos homéricos. En el poema épico quintaesencial de Occidente, La Ilíada, héroes y dioses se codean y comparten pasiones e intereses comunes. Lukacs sitúa lo esencial de una comunidad en las voces homogéneas de reyes, guerreros, sacerdotes y en las de sus divinidades interlocutoras. Conforme pasaban los siglos, Lúkacs y otros pensadores de lo literario y el discurso colectivo percibirían y anunciarían un divorcio entre la esencia de la vida y la vida comunal (para Lúkacs esto se manifestaría por vez primera, con el espíritu trágico griego, sucedáneo al épico). Los muchos años en Occidente traerían muchas voces extrañas entre sí, situación que manifestaría una lejanía con la uniformidad (y univocalidad) de lo épico. El deseo de encontrar una voz común dentro de sus propias fronteras, en las muchas naciones europeas y americanas del XIX (que no quiere decir lo mismo que encontrarla), procuraría ensalzar la figura del héroe o el caudillo para dar la ilusión de una colectividad y unos ideales supuestamente compartidos.

Dicha empresa resultaría harto compleja. La figura del héroe decimonónico precisaría en la práctica, un norte de valores común para las sociedades que resultaban cada vez más cambiantes y variopintas. En el hemisferio latinoamericano en particular, ese norte perdería coordenadas en territorios cruzados por indios explotados, negros libertos, inmigrantes europeos y asiáticos, y criollos y mestizos apertrechados en su propia hegemonía puesta en jaque. El discurso de lo que era ser mexicano, argentino o peruano tenía que negociar con estas nuevas voces que se hacían escuchar a medias en las metrópolis que diseñaban a su vez, la identidad y los discursos de lo nacional. La negociación, sabemos, fue ineficaz, por decir lo menos. El héroe trastabillaba, como lo hiciera Miguel Grau en los Andes peruanos, por más que este mismo héroe criollo coleccionara preseas en las orillas de una costa que le había dado su espalda a la cultura andina durante siglos.

La heroicidad siempre fue cosa de hombres, sobre todo en el siglo XIX. He allí el criadero de contradicciones que asaltaban al varón de las castas políticas o al ciudadano común decimonónico. Durante la segunda mitad de ese siglo, Latinoamérica dejó de ser, en su mayor parte, un continente envuelto en guerras fronterizas o independentistas (salvo, sabemos, el caso infame de la Triple Alianza en el sur, o el de la Guerra entre Perú y Bolivia contra Chile, o el de las intentonas libertarias de las Antillas mayores). Las escaramuzas militares estaban en mucho, constreñidas a conflictos partidarios dentro de los territorios nacionales. En el inconsciente colectivo, la guerra empezaba a tener menos que ver con la motivación heroica y más con los intereses partidistas y del movimiento del capital. En el caso peruano-chileno, la Helena de Troya era el salitre, y se sabía.

El aliento épico, de otro lado, se había empezado a consumir con la aparición del corresponsal de la Guerra civil norteamericana de los años de 1860. Ella fue la primera guerra fotografiada y prolijamente documentada de la imprenta. Por vez primera en la historia del mundo, la guerra dejó de ser asunto de héroes para pasar a ser asunto de soldados mutilados, harapientos o mal armados. Las fotos que llegaban a través de los periódicos yanquis y confederados, incitaban el estupor de los civiles sentados cómodamente en sus casas o cafés, con imágenes de gente muerta en ejecuciones extrajudiciales y cadáveres amontonados en campos arrasados. El soldado joven y misérrimo que peleaba en una guerra que él no había pedido imprimía su imagen con mayor elocuencia que un Ulises Grant o un Joseph Johnston. Por primera vez, la realidad contrastaba con una “esencia” idealista que condecía mejor (si alguna vez lo había hecho) con tiempos inmemoriales. La era dorada de la épica se contrastaba con la era de la búsqueda del oro de las sociedades capitalistas. El aliento heroico se reviviría en discursos e iconografías sucesivos del siglo XIX y el XX solo para verlo morir.

Los varones de la segunda mitad del siglo XIX se habían replegado al comercio y a sus casas. El discurso épico de los “padres de la patria” se hacía oír con insistencia pero se percibía como relativamente insustancial en hombres no habituados a la guerra, y más familiarizados con los quehaceres del arte, la banca o la tertulia tranquila. Sabemos del catálogo que asediaba la identidad del varón cuyo paradigma perfecto había descansado demasiado en la figura del líder bélico o el héroe: Los movimientos feministas se alzaban esporádicamente pero de manera consistente en las metrópolis, proponiendo una idea novísima de civilización. El movimiento negro en el norte, y el indigenista en las primera décadas del XX en el sur, desafiaban la heroicidad masculina que siempre fue, a la larga, diseño de las castas criollas. El indio de la vida comunal, alejado del devenir épico nacional (lo suyo serían, a la postre, las sublevaciones locales y desordenadas), y a pesar de sus propias contradicciones, encarnaba la figura del varón entregado a su familia y a su comunidad. Dicha figura nunca tendría el marco retórico, iconográfico o literario de una virtud de lo masculino. El héroe bélico, a pesar de sus poca consistencia empírica, tendría mayor presencia en el discurso oficial (criollo) de lo americano, mucho más que el del varón solidario del campo en tiempos de (relativa) paz.

Los héroes de Chavín de Huantar, los libertadores de la embajada japonesa bajo el asedio del MRTA en 1997, habrán de tener necesariamente, un panteón endeble. No se trata solo del ajusticiamiento extrajudicial al terrorista Tito, que bien denuncia la Corte Interamericana de Derechos Humanos, sino que la operación de salvataje en sí no cuenta como no contará prácticamente ninguna maniobra militarizada en el siglo XX o el XXI nuestro, del aval del espíritu épico. Las redes de información mantienen al ciudadano común demasiado al tanto de las motivaciones reales o imaginadas que impulsan las acciones del tal bando u otro, de tal nación o grupo de naciones contra alguna región continental. La franqueza de ciertas fuentes también disuaden del resurgimiento del espíritu épico: En la Guerra del Golfo pérsico de 1991, el primer Bush diría lo que no había dicho ningún presidente norteamericano que hubiese incursionado en un conflicto armado: peleaban por los intereses y seguridad norteamericanos (léase, petróleo) y no por los dioses abstractos de la justicia y la libertad. Ningún héroe se consagró en esa guerra, ni en ninguna otra de las muchas que han asolado a diferentes continentes en estas décadas. El héroe precisa de la distancia temporal y de la omisión  para forjarse como tal. La información ubicua, responsable o no, del día de hoy, le tiene que resultar letal. Han aparecido en la escenografía internacional figuras notables representativas de una nación o poblaciones liberadas; pero difícilmente podríamos ver a una Rigoberta Menchú o a un Nelson Mandela modelados en alguna figura ecuestre en plaza alguna. Si hay héroes contemporáneos (aunque sospecho que de fama precaria en la mayoría de los casos), no se delinearán, de hecho, con las proclamas épicas provenientes de los reinos consuetudinarios del varón Se harán dentro de los lineamientos, aún inciertos, del reino de la mujer y lo solidario.

Si la imagen de la mujer, custodia del hogar y del bienestar espiritual de hijos y esposo, ha pasado por el revisionismo justo del feminismo contemporáneo, dicha imagen de otro lado, podría, en el más saludable de los casos, hacerse extensiva a todo el conjunto de la sociedad. Somos todos, hombres y mujeres, los que podríamos conformar el silencioso conjunto de la empatía para los que sufren en el mundo: viejos y niños, hambrientos, viudas (y viudos) y enfermos. Si insistimos en el término “héroe” (o “heroína”) estas figuras deberían circunscribirse a la solidaridad y responsabilidad para con el otro. La cultura de paz es insípida para ciertas retóricas belicistas que sobreviven en las películas de acción, el evento deportivo o la escaramuza militar de corto alcance. En el más patético y peligroso de los casos, el oscuro deseo por el héroe se encarna y se deforma en la barra brava, el pandillaje, la asonada paramilitar o el extremismo ideológico sin calidad representativa de una comunidad. El héroe épico no puede serlo más en un espíritu sin épica colectiva (la única que hay). Resta forjar a la mujer y hombre de la comunidad, insertos en la cultura de la entrega desinteresada, sin pompa ni espectáculo. Talvez esta nueva era de lo femenino no inspire estatuas ni versos exultantes, y ello implique para nuestros “héroes” el anonimato al que están sujetos muchos organizadores sociales, maestros de escuelas de barriadas, y médicos rurales. En el reino de la mujer, que es el reino de todos, las personas y su labor discreta contarán más que el develamiento de una placa o la puesta de un nombre nuevo a una calle. Pero aún así (y todo hay que decir) tendríamos que negociar todavía, hombres y mujeres, con las criaturas que los dioses sembraron en nuestras psiquis años ha, que pugnan por encarnarse al precio que sea.


Escrito por

Enrique Bruce

Enrique Bruce Marticorena es escritor y enseña lengua y literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la USIL


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Andando de paso

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