#ElPerúQueQueremos

A mí no me victimicen

sobre la compleja relación entre la reivindicación social y el admitir que a mí, pues, también me jodieron.

Publicado: 2015-03-14

En la revista Somos de hoy sábado 14 de marzo, el escritor y comunicador Gustavo Rodríguez afirma en una entrevista, con respecto a la campaña por la Unión civil, que muchos heterosexuales habían colaborado con la difusión de información adecuada al público sobre el proyecto, ya sea apoyando financieramente o logísticamente. La ayuda de este grupo era desmesuradamente mayor que la de los homosexuales; algunos de estos últimos, si se animaban a colaborar, optaban por el anonimato.

Esto me sorprende y no me sorprende. La renuencia a aceptar la propia condición de víctima ante un discurso de opresión no es nada nuevo. En el siglo XIX, muchas mujeres de clase media eran reacias a afiliarse a los grupos de feministas en aras de conseguir el voto o tener acceso a niveles de educación superior, aun siendo concientes de su propia condición. Y lo que es más sorprendente, muchas de ellas, en los EE.UU en particular, se sentían más cómodas apoyando la causa negra (hablando de mujeres blancas) que apoyando su propia causa. En el mundo latinoamericano, y en el mundo de la literatura, las escritoras optaban por denunciar en sus novelas el abuso contra el indio o contra el negro, como lo hiciera famosamente la novelista peruana Clorinda Matto de Turner en su Aves sin nido (1889), quien denunciara en su texto al gamonal expoliador pero que nos presentara a su vez, una imagen de mujer bastante convencional, alejada del debate público (tal vez una imagen que no reflejaría a la de ella misma del todo).

En el Perú de hoy, mucho se ha escrito y tabulado sobre el racismo. La gran mayoría de peruanos estaría dispuesto a admitir que el peruano es, en su mayoría, racista. En muchas encuestas que se hacen de forma anónima, la declaración o respuesta del encuestado calza muy bien con el resultado general cuando las preguntas se refieren “al peruano” en tercera persona; no cuando la pregunta va dirigida al propio encuestado. No solamente los muchos estudios hechos en estos 15 o 20 años ponen de manifiesto el nada sorprendente “YO no soy racista” sino que el encuestado procura escamotear un hecho que es palpable en todos los estudios: “YO he sido objeto de racismo”. En la psiquis del peruano, existe de manera conspicua y pandémica el peruano que ejerce racismo sobre el peruano, pero no la imagen del peruano que ejerce racismo sobre .

En una cultura donde predomina la ideología del self-made man, admitir que mi propia persona ha sido victimizada (en tanto mujer, homosexual o miembro de una etnia desfavorecida históricamente) es admitir una derrota, una forma de descontrol. El paso de la niñez a la adultez se basa en una ficción que nos sirve aunque sea de modo provisional: la ficción de que soy dueña o dueño de mi propio destino. No necesito ya a papá o mamá que me cobijen. Esta ficción es necesaria, pero como toda ficción, tiene sus límites de aplicación práctica. El mundo, claro está, es mucho más complejo que las sujeciones y beneplácitos de la escuela o la familia primera. Hay condiciones históricas o culturales que van a erosionar a esa mujer u hombre, quienes en teoría, según ese discurso ficcional, son dueños de sus destinos. Toda mujer hoy en día sabe, no importa la magnitud de sus esfuerzos y talentos, que tiene que probar más que un hombre para llegar a un mismo puesto. Una mujer mediocre no habría podido llegar jamás a la Casa Blanca; George Bush hijo, incompetente y dipsómano, pero blanco, varón y miembro de una familia poderosa, ocupó el puesto político más importante de la tierra. Sabemos cuáles son las posibilidades de un hombre abiertamente gay o una lesbiana, de ocupar la silla presidencial en el país del norte o en cualquier parte (y sobre todo en el Perú). La cultura de Wall Street, aun en un país tan progresista como los EEUU (con sus bemoles), obstruye de manera sutil el ascenso social de hombres gays; muchos de ellos se ven forzados a "lucir" a una novia para tal o cual reunión de camaraderia entre colegas.

La admisión de la propia condición de víctima es un trago amargo. Ello desbarata la ficción que nos llevó a la adultez. Muchas personas homosexuales apoyan (tímidamente) la causa gay pero no admiten ellas mismas serlo. Un caso ya conocido en la prensa peruana fue el del congresista Carlos Bruce, a quien la causa de la reivindicación homosexual le debe tanto: él mismo esgrimió la frase más lapidaria para acentuar su papel de víctima (sin saberlo él) cuando le preguntaron, muchos antes de la entrevista con Mariella Balbi, que si era gay y él respondió que ello pertenecía a su vida privada. Tendría, con Balbi, oportunidad de reivindicarse ante sí mismo. A Bruce como a muchos, le fue difícil anteponer el yo a un grupo victimizado. Muchas mujeres, sobre todo aquellas de extracción educacional y social alta, se niegan a admitir que no son lo mismo que un varón. El recordatorio más crudo de esto, es el de una mujer sofisticada e inteligente saliendo a la calle y siendo objeto (víctima) de un frase soez en relación a su cuerpo. No importa tus logros personales, nos dice el discurso opresor, en la calle no eres más que tetas y poto.

Si hemos precisado de la ficción para salir del hogar y de la escuela, hemos de desbaratarla para integrarnos al ámbito mayor de la ciudadanía. Para dejar de ser víctima, es preciso reconocer que lo hemos sido, justamente, como una primera fase de liberación (Si no hay víctima, no hay nada que salvar). No acallemos nuestro grito personal en aras de otros gritos, admitamos que el sufrimiento de aquel o aquella es también mi propio sufrimiento. Es loable asumir causas que no son de uno, pero requiere de más valor asumir nuestras propias causas, anteponer el yo a un colectivo que necesita de sinceramiento.


Escrito por

Enrique Bruce

Enrique Bruce Marticorena es escritor y enseña lengua y literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la USIL


Publicado en

Andando de paso

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